mayo 11, 2010

UN POCO DE DEPORTE



El más viejo de los geniecillos hizo alinearse a todos sus compañeros. Había cien geniecillos por unidad, o sea, cien por la nieve, cien por el agua, cien por el aire, cien por las minas y cien por los volcanes. Entonces el que hacía de jefe general hizo uso de la palabra:

- Cataplún, como te lo habíamos prometido al principio de estas aventuras, ahora te haremos un regalo. Se trata, Cataplún, de colocarte el ojo que te falta. Es de material precioso y con él podrás ver en la sobra y a la larguísima distancia.


Todo esto sucedía cerca de la boca de la mina que hacía poco habían visitado. El oso llevaba en la frente las dos plumas imperiales y estaba, como siempre, al lado de Penacho, el cual, al oír lo que decía el geniecillo, le ordenó:

- Avanza, acepta y agradece.

Cataplún, emocionado y contento, dio tres pasos, se paró en posición firme y esperó que le colocaran el ojo de brillante, que relucía en diversos tonos.

Luego tomó la palabra.

- Amigos...


Y no pudo decir más. La emoción le impedía hablar.

- No importa – dijo el donante del ojo mágico – en esa palabra está todo. La amistad es lo que todos debemos cultivar.

Una banda de doscientos músicos cerró el acto con la ejecución de una pieza magistralmente tocada. Cuando terminó, el jefe general advirtió:

- Ahora, para descansar, haremos deporte.

Y todos subieron a la cumbre más próxima.

En un dos por tres, tenían hecha una bola de nieve. Colocándola al borde de la altura y a una señal dada por sus amigos, Penacho empujó la bola, que se deslizó rodando falta abajo. A medida que rodaba iba creciendo, creciendo.


Después trajeron unos aparatos de madera, como zapatos muy largos, para ser amarrados a los pies, eran esquís.

- Nos deslizaremos – le advirtieron a Penacho – hasta llegar al lago helado que hay allá abajo.

Y Penacho, sintiéndose lleno de confianza, empezó a esquiar. Lo seguía el oso, también con esquís. Ante ellos, como otras veces, iban unos pocos geniecillos señalando el camino. Atrás, los otros.

La ladera era muy inclinada. Y así fue como, tomando velocidad, los esquiadores bajaban la montaña rápidamente.

El viento besaba sus rostros con sus manos de hielo. El aire sutil entraba a raudales por sus pulmones.

Sin saber cómo, Penacho y sus amigos se encontraron junto a la planicie del lago, cuya superficie se había congelado. En ese momento unas aves muy parecidas a los patos cruzaban el cielo en grandes bandadas.

Eran piuquenes o ánades silvestres que huían del lago helado en busca de otras aguas que les ofrecieran por un tiempo sus medios de subsistencia y vida.

Sus figuras oscuras se recortaban nítidamente en el cielo plomizo. Su vuelo era rápido, pero sereno, como quien sabe perfectamente el destino que lleva y no se aflige pensando que el mundo es pequeño. Al contrario, esas aves, como todas las criaturas de Dios, conocen que cada uno de sus altos designios, traducidos por la naturaleza, tienen un significado preciso: cada uno debe saber ganarse la vida.

Y ellas volaban a otras regiones para cumplir esa verdad.

Junto a la planicie de hielo trajeron a Penacho y al oso unos patines de cuchilla. Rápidamente los geniecillos les quitaron los esquís y les colocaron los patines.

Y allí fue la gran diversión de los amigos. Empezaron a hacer figuras sobre el hielo. Dibujaban signos curiosos, escribían el 8 en rápidas pasadas, giraban como trompos en la punta de los patines. Y estando ellos tan contentos, el vientecillo, la montaña, todo parecía estar también lleno de alegría.

En una de sus acciones se alejó Penacho porque había observado con curiosidad que en una orilla había un alto montón de nieve, muy alto, como veinte veces la altura de un hombre, y ese montón de nieve no tenía explicación lógica sobre la tersa superficie del lago.

Cuando llegó junto a la altura observada, ya estaban allí los geniecillos blancos, que sonreían maliciosamente:

- ¿No adivinas de qué se trata, Penacho?

Este tuvo que confesar que no comprendía aquello.

Y entonces le explicaron una vez más los misterios gozosos de la cordillera andina:

- Aquella bola de nieve que tú empujaste hace un momento desde la altura, venía creciendo a medida que avanzaba hacia el bajo. Y aquí llegó tan alta, tan grande, que ya tú mismo no la podías conocer. Con la bola de nieve pasa lo mismo que con la mentira a que están acostumbrados algunos niños: la mentira va girando de boca en boca, y luego de ser lanzada, ya será muy difícil evitar que siga creciendo sin medida. Lo mismo que la bola de nieve. Acuérdate, Penacho de esta lección que tenemos a la vista.

No hay comentarios:

Publicar un comentario