mayo 11, 2010

LOS PRECIPICIOS

Ya se había entrado la luna. Se anunciaba el amanecer con un claro tinte rosado que venía levantándose frente al camino que seguían Penacho, Cataplún y sus acompañantes.

El lucero del alba sonreía en el cielo y un viento muy suave azotaba el rostro del niño.

El camino iba bordeando las alturas exteriores del valle y se introducía de repente en la cordillera, perdiendo de vista el primer panorama.

Allí Penacho sintió que el vértigo se apoderaba de él. Los geniecillos, acostumbrados a estos caminos, no se habían dado cuenta de que el niño no podía avanzar con tanta seguridad como ellos. Se estrechaba el camino en tal forma, que apenas cabían los pies de Penacho en él, y como iba ascendiendo, quedaba a un lado un precipicio negro que se iba ahondando a cada rato.

El niño, por dárselas de valiente, nada decía. Debajo de su gorro y sus vestidos de pieles tibias sentía que la transpiración le corría y se avergonzaba viendo cómo el osito avanzaba con absoluta tranquilidad por el sendero.

De pronto tropezó, agitó los brazos en el aire y, dando un grito, cayó.

Pero los geniecillos del aire y de la nieve, rápidos como la luz, lo habían sostenido justo al borde del abismo, y con desenvoltura y precisión lo colocaron otra vez arriba.

Entonces los geniecillos de las minas, de alguna parte que sólo ellos conocían, sacaron un pequeño coche de brillantes metales, con ruedas cuajadas en piedras finas. Ellos mismos llevaban los tiros que hacían rodar el vehículo.

Y penacho volvió a sonreír satisfecho de su aventura. El interior de la pequeña carroza iba tapizado de plumones sedosos y entre ellos no se sentían los accidentes del camino.

De pronto, la comitiva se detuvo. Un clarín tocó llamada y todos los hombrecitos se reunieron para conversar algo en voz baja y tomar determinaciones importantes.

Penacho, extrañado de no sentir moverse el coche o carroza que lo llevaba, asomó a una ventanilla. Y nuevamente sintió que el vértigo se apoderaba de él. Para el lado que se asomara había un precipicio tan profundo, iluminado ya por las luces del día que venía, que unos árboles abajo parecían palitos de fósforos, y unos animales oscuros que se movían en el mismo panorama eran como granitos de pimienta rodando o saltando.

Ya estaba por desmayarse, cuando una mano lo tomó del cuello echándolo hacia el interior del coche. Era Cataplún, siempre oportuno, que habiéndose metido en medio del parlamento de los geniecillos para averiguar lo que pasaba, venía a contárselo al niño:

- Nos acecha un gran peligro. El Viento Enemigo sabe que estamos de viaje y espera que llegamos a la parte más abierta del camino, allí donde no hay rocas, para lanzarse en contra nuestra.

“El Viento Enemigo es contrario al hombre en estas alturas. Cuando puede le hace daño. Si logra cogernos, seguramente caeremos al precipicio sin que nuestros amiguitos puedan hacer nada por nosotros. Para evitarnos ese peligro ellos están cambiando ideas.”

Al poco rato llegó una delegación a entrevistarse con Penacho, para darle cuenta de lo que se esperaba y las medidas que se iban a tomar para burlar al Viento Enemigo.

Avanzaron un poco, y entonces una carroza igual a la que llevaba al niño fue empujada hacia delante. Adentro iba un mono de nieve que tenía los mismos rasgos del chico.

No había alcanzado a avanzar dos metros en descubierto cuando lo mismo que si hubiera sido un regimiento de caballería al galope furioso, el Viento Enemigo pasó destructor y violento. El coche con su mono de nieve voló sobre el precipicio y fue dando tumbos por el aire revolucionando, hasta romperse en el fondo del abismo.

El Viento Enemigo iba con tanta fuerza avanzando por el barranco, que no pudo volverse cuando se dio cuenta de la jugada que se le había hecho. Porque al pasar descubrió la verdad. Pero ya los amigos de Penacho se hacían cargo nuevamente de la situación y, avanzando rápidamente, salvaron la distancia que podía ofrecer el peligro de las asechanzas del maligno señor de aquella región.

Cuando ya iban lejos, oyeron que el Viento Enemigo volvía a su guarida, y debía de estar furioso por el chasco sufrido, porque se encapotó el cielo y durante unos minutos cayó sobre la comitiva una sonora lluvia de granizo.


Todo esto pasó ante la indiferencia de todos. Pero lo que no pudo pasar indiferente para nadie fue una sincera exclamación de Penacho:

- ¡Quisiera comer algo! ¡Tengo hambre!...

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