mayo 11, 2010

PARA COMENZAR

He aquí, amigos, la historia de Penacho.

Mejor dicho, la historia de aquel viaje realizado por Penacho en vísperas de la Navidad del año pasado.

Pero ustedes van a preguntarme quién era él.

Y antes que ustedes me lo pregunten, yo se lo voy a decir.

Penacho no se llamaba así, pero había quedado con este nombre familiar porque cuando lo fueron a bautizar, el padrino, mirando su cabecita rubia como las flores que había en el jardín de su casa, dijo entusiasmado:

- ¡Si parece un botón de penacho!

Y a pesar de que el señor cura le dio un bonito nombre, como lo sedeaban sus padres, la comparación del padrino se impuso, se hizo costumbre dentro de la familia, y ya cinco años después, cuando el niño andaba sobre los seis años, que es cuando yo lo presento a ustedes, nadie le conocía sino por Penacho.

Tenía una hermanita menor, llamada Titina; un oso de felpa, de nombre Cataplún, que había perdido un ojo de vidrio en un fiero combate con un perro de madera, y un pito tan sonoro, que cuando Penacho lo tocaba, los carabineros que andaban a cinco o seis cuadras de distancia corrían a ver qué era lo que había sucedido.

Sus padres lo querían mucho porque él era aplicado, alegre y atento. A esa edad se podía decir que sabía leer casi correctamente y hacía unos dibujos que representaban unos hombres muy raros, porque de la cabeza les salían a estos hombres los brazos y las piernas y para señalar que estaban enojados, Penacho les pintaba dientes y bigotes.

La maestra del jardín infantil donde asistía el niño para aprender a leer, decía que estos dibujos estaban muy bien hechos. Y si esto decía la maestra que sabía tanto, yo tengo que asegurarles lo mismo porque soy nada más que el historiador que relata hechos y situaciones por las que pasa el protagonista, que en este caso, que es caso serio, iba a correr unas aventuras fantásticas a esa edad, como él nunca lo hubiera pensado, ni ustedes, ni yo tampoco.

DE VACACIONES

A principios del verano, los padres de nuestro héroe se trasladaron a una linda y pequeña casa que tenían en el fondo del valle del Maipo.

El valle del Maipo es un valle muy bonito que hay cerda de Santiago de Chile. Por el fondo de él corre un río rumoroso y torrentoso; orillando el río hay ferrocarril de montaña y un camino carretero. Junto al ferrocarril y al camino levántanse varios caseríos que en el invierno se recogen bajo la nieve, escuchando cómo silba el viento entre las altas rocas de los picachos cercanos.

El papá de Penacho, que tenía que trabajar para que a éste y su hermanita no les faltara nada, los visitaba sólo dos días por semana. Durante los demás días quedaban los dos niños con la mamá, una empleada doméstica que ayudaba en los quehaceres a la mamá, y un hortelano viejo, de largas barbas blancas, que vivía en aquella casa todo el año como cuidador.

El cerro donde estaba la casa tenía una vertiente propia de agua clara y fresca, con la que el cuidador regaba la huerta y un jardín de rosales trepadores. Más arriba del jardín, en el cerro escueto, los grandes cactos, a los que vulgarmente se les llama quiscos, parecían grandes candelabros verdes que en época del buen tiempo abrían sus flores rojas dando la impresión de llamas vivas y permanentes.

Al hortelano los niños le pedían siempre que les contara cuentos y casos curiosos de aquellas regiones. Y lo querían mucho, porque el buen hombre nunca se negaba a satisfacer su curiosidad. Y les hacía relatos muy bonitos de cosas interesantes a veces, fantásticas otras veces, relatos que los chicos escuchaban con verdadero placer.

Avanzaba el mes de diciembre. Y los niños recordaban que se acercaba la fiesta de Pascua de Navidad, cuando el Niño Dios llega al mundo y el viejo de la leyenda reparte juguetes a todos los chicos que se portan bien.

Un día que hablaron de estas cosas, el hortelano, alzando la mano gravemente, indicó los altos cerros no lejanos, cubiertos aún de nieve en las elevadas cimas, y explicó:

- Detrás de esas montañas el viejo de la Pascua, de la linda Pascua Chilena, trabaja haciendo juguetes. A veces, en las noches de luna, se asoma sobre las cordilleras y mira cómo duermen los niños en las distantes ciudades que tendrá que visitar. El viejo conoce por los sueños de los niños lo que desean, lo que saben y cuáles son los que en verdad quieren a sus padres y hermanitos, porque este afecto es lo que más vale en todos los niños del mundo.

Y mientras Penacho y Titina miraban con asombrados ojos las blancas cumbres, cuya verdad recién conocían, el cuidador desapareció. Los niños, cuando no lo vieron, creyeron que se había alejado para seguir trabajando.

Nada quisieron decirle a la mamá de lo que sabían. Y esa noche, al acostarse, rezaron como siempre.

Pero no podían quedarse dormidos.

LA FUGA

De pronto, Penacho miró cómo una blanca mano entraba por la ventana y se deslizaba suavemente por el lecho hasta acariciarle la frente.

Era la luna que lo llamaba para decirle un secreto.

No sintió miedo. Se levantó en silencio. Se colocó las zapatillas rojas que su madre la había regalado para levantarse, se puso una pequeña manta de lana, regalo de su padre, y por la misma ventana salió al patio. Titina en su cama había ya cerrado los ojos y afuera el perro guardián tampoco lo sintió salir.

Penacho oyó que la luna le hablaba con palabras tan livianas que apenas oía:

- Por aquí. Sigue el caminito y el repecho…

E impulsado por su curiosidad infantil y el interés de saber otra cosa nueva, el niño tomó el sendero que sube hacia la montaña, de la cual, como desde una caja de sorpresas, sale jubiloso y sonriente todas las mañanas el sol.

El paisaje estaba lleno de luz lunas, una luz blanca, serena, alegra, que inundaba de placer el alma del chico, que subía y subía sin experimentar cansancio.

Dos, tres, cinco horas o más llevaba andando Penacho. Y no sentía hambre, ni frío, ni miedo a la soledad, ni molestia alguna. La luna había rodado por todo el arco del cielo sin dejar de iluminar su paso.

Y Penacho avanzaba hacia el secreto gozoso que se le iba a revelar.

De pronto llegó a una altura desde donde se divisaba un hermoso valle, en cuyo fondo, como en casi todos los valles, brillaba serpenteando el agua de un río.

Penacho miraba atónito el panorama jamás soñado, cuando de repente tras él sintió un profundo suspiro, y se encontró con Cataplún, el osito, que le miraba con su único ojo de vidrio, mientras le comentaba:

- Te seguí, Penacho, porque sé que en estas cosas siempre hay necesidad de un amigo. Y aquí estoy para defenderte.

Diciendo esto Cataplún se golpeaba el pecho como había visto que hacían los valientes en las películas. Pero en vez de gritar, como también hacen los valientes en el cine, le pasó el pito al niño, aconsejándole:

- Toca el pito

Y el niño agradecido, emocionado y contento, se llevó el pito a los labios y tocó.

El silbido, repercutiendo en toda la montaña, formó un eco que fue repitiendo y traduciendo a todas partes lo que aquello quería decir:

- ¡Llegó Penacho! ¡Salid, salid!

Cuando el eco se cansó de dar vueltas por los montes, las hondonadas y sus rincones, de todas partes empezó a salir una verdadera muchedumbre.

Eran unos hombres chiquititos, ágiles y sonrientes. Ninguno era siquiera tan alto como Cataplún.

Mirando cómo se descolgaban por las laderas casi verticales de la montaña, cómo salían de debajo de la nieve y de las piedras, cómo saltaban los espacios. Penacho tuvo cierto temor. Pero el osito, que era un verdadero amigo, le dio valor:

- No temas. Antes que te toquen como enemigos, tendrán que matarme.

Pero los hombrecitos eran alegres, y mientras tomados de la mano bailaban alrededor del niño y su acompañante, se adelantó el más viejo saludando cortésmente:

- Bienvenido, Penacho. Todos nosotros somos los geniecillos de la montaña. Los geniecillos del agua son esos que llevan traje de celofán; los geniecillos de la nieve, los de traje blanco; los geniecillos del aire, los de traje celeste; los geniecillos de las minas, los de traje oscuro, y los de los volcanes, los de traje rojo.

“Todos somos tus servidores – agregó - porque el Viejo de la Pascua nos indicó que vendrías a visitarle. Pero para llegar a él hay que recorrer muchas alturas todavía. Mientras tanto, nosotros te acompañaremos”

“Y a ti también, Cataplún, te vamos a hacer un regalo, porque sabemos que eres un amigo leal y la lealtad debe ser la primera condición en todo ser humano”

El niño estaba sorprendido, mudo de admiración, por eso no sabía contestar. Pero el osito, que rea muy desenvuelto, tomó la palabra:

- Muchas gracias, geniecillos. Mi amigo y yo estamos encantados de conocerles.

Y al momento se organizó una fiesta en honor del niño y su acompañante.

Los geniecillos del agua sacaron unas flautitas de vidrio, y empezaron a tocar. Era música del agua, del río que canta, de las pequeñas olas de los arroyos besando las piedras y las arenas de plata. Todos los otros geniecillos bailaban y cantaban a su vez:

¡Llegó Penacho
Con Cataplún!
¡Viva la vida,
Viva la luz!
¡Bailad, hermanos,
Cantad, cantad!
¡Somos la nieve, somos el aire,
Somos el fuego y el mineral!

Luego callaron. Y mientras los geniecillos del aire jugaban al pillarse con los rayos de la luna redonda, los músicos escondieron sus flautines, y todos levantaron en seguida unas pequeñas y elegantes copas de nieve. Uno de ellos brindó:

- Hermanos de la montaña, alcemos nuestras copas por el éxito del viaje del amigo Penacho, embajador extraordinario de todos los niños de Chile en nuestro país de leyenda.

Y Penacho bebió también con avidez, pues entonces de dio cuenta de que tenía sed. El viaje lo había fatigado un poco.

De nuevo el osito respondió por el amigo:

- Gracias, muchas gracias. Los niños de Chile van a saber un día todo lo hermoso y lo grande que se esconde en la cordillera andina, que s la patria de ustedes.

El niño decía que sí, inclinando la cabeza, pero en su rostro se notaba cierta angustia, visto lo cual el osito le preguntó:

- ¿Qué te pase?

Y Penacho respondió:

- Es inútil que te lo diga. Como tú eres de felpa no me vas a entender.

Cataplún se sintió ofendido y replicó:

- ¡Qué poca confianza tienes en tu amigo!

Entonces Penacho confesó:

- Tengo frío…

En un abrir y cerrar de ojos los geniecillos del aire fueron y volvieron. Al volver, traían ya hecho un traje de piel a medida. En un dos por tres le sacaron al chico el pijama de delgada tela que cubría su cuerpo. Finas pieles blancas envolvían ahora a Penacho. Pieles de venado y vicuña, animales cordilleranos que no temen al frío de las alturas.

- La manta de todas maneras la voy a llevar – dijo el niño sonriendo – Es un regalo de papá y no puedo menospreciarlo

Todos los geniecillos aplaudieron. Y en seguida, formando su escolta y su retaguardia, invitaron al niño y al osito a seguirles. Adelante los geniecillos de las minas tocaban instrumentos de cobre y oro, mientras uno perifoneaba hacia todos los ámbitos de la montaña desde un micrófono invisible:

- ¡Paso al representante de los niños de Chile!

LOS PRECIPICIOS

Ya se había entrado la luna. Se anunciaba el amanecer con un claro tinte rosado que venía levantándose frente al camino que seguían Penacho, Cataplún y sus acompañantes.

El lucero del alba sonreía en el cielo y un viento muy suave azotaba el rostro del niño.

El camino iba bordeando las alturas exteriores del valle y se introducía de repente en la cordillera, perdiendo de vista el primer panorama.

Allí Penacho sintió que el vértigo se apoderaba de él. Los geniecillos, acostumbrados a estos caminos, no se habían dado cuenta de que el niño no podía avanzar con tanta seguridad como ellos. Se estrechaba el camino en tal forma, que apenas cabían los pies de Penacho en él, y como iba ascendiendo, quedaba a un lado un precipicio negro que se iba ahondando a cada rato.

El niño, por dárselas de valiente, nada decía. Debajo de su gorro y sus vestidos de pieles tibias sentía que la transpiración le corría y se avergonzaba viendo cómo el osito avanzaba con absoluta tranquilidad por el sendero.

De pronto tropezó, agitó los brazos en el aire y, dando un grito, cayó.

Pero los geniecillos del aire y de la nieve, rápidos como la luz, lo habían sostenido justo al borde del abismo, y con desenvoltura y precisión lo colocaron otra vez arriba.

Entonces los geniecillos de las minas, de alguna parte que sólo ellos conocían, sacaron un pequeño coche de brillantes metales, con ruedas cuajadas en piedras finas. Ellos mismos llevaban los tiros que hacían rodar el vehículo.

Y penacho volvió a sonreír satisfecho de su aventura. El interior de la pequeña carroza iba tapizado de plumones sedosos y entre ellos no se sentían los accidentes del camino.

De pronto, la comitiva se detuvo. Un clarín tocó llamada y todos los hombrecitos se reunieron para conversar algo en voz baja y tomar determinaciones importantes.

Penacho, extrañado de no sentir moverse el coche o carroza que lo llevaba, asomó a una ventanilla. Y nuevamente sintió que el vértigo se apoderaba de él. Para el lado que se asomara había un precipicio tan profundo, iluminado ya por las luces del día que venía, que unos árboles abajo parecían palitos de fósforos, y unos animales oscuros que se movían en el mismo panorama eran como granitos de pimienta rodando o saltando.

Ya estaba por desmayarse, cuando una mano lo tomó del cuello echándolo hacia el interior del coche. Era Cataplún, siempre oportuno, que habiéndose metido en medio del parlamento de los geniecillos para averiguar lo que pasaba, venía a contárselo al niño:

- Nos acecha un gran peligro. El Viento Enemigo sabe que estamos de viaje y espera que llegamos a la parte más abierta del camino, allí donde no hay rocas, para lanzarse en contra nuestra.

“El Viento Enemigo es contrario al hombre en estas alturas. Cuando puede le hace daño. Si logra cogernos, seguramente caeremos al precipicio sin que nuestros amiguitos puedan hacer nada por nosotros. Para evitarnos ese peligro ellos están cambiando ideas.”

Al poco rato llegó una delegación a entrevistarse con Penacho, para darle cuenta de lo que se esperaba y las medidas que se iban a tomar para burlar al Viento Enemigo.

Avanzaron un poco, y entonces una carroza igual a la que llevaba al niño fue empujada hacia delante. Adentro iba un mono de nieve que tenía los mismos rasgos del chico.

No había alcanzado a avanzar dos metros en descubierto cuando lo mismo que si hubiera sido un regimiento de caballería al galope furioso, el Viento Enemigo pasó destructor y violento. El coche con su mono de nieve voló sobre el precipicio y fue dando tumbos por el aire revolucionando, hasta romperse en el fondo del abismo.

El Viento Enemigo iba con tanta fuerza avanzando por el barranco, que no pudo volverse cuando se dio cuenta de la jugada que se le había hecho. Porque al pasar descubrió la verdad. Pero ya los amigos de Penacho se hacían cargo nuevamente de la situación y, avanzando rápidamente, salvaron la distancia que podía ofrecer el peligro de las asechanzas del maligno señor de aquella región.

Cuando ya iban lejos, oyeron que el Viento Enemigo volvía a su guarida, y debía de estar furioso por el chasco sufrido, porque se encapotó el cielo y durante unos minutos cayó sobre la comitiva una sonora lluvia de granizo.


Todo esto pasó ante la indiferencia de todos. Pero lo que no pudo pasar indiferente para nadie fue una sincera exclamación de Penacho:

- ¡Quisiera comer algo! ¡Tengo hambre!...

PÁJAROS Y ANIMALES

Se detuvo la carroza con el embajador extraordinario de los niños de Chile junto a un lago azul y un refugio de piedras existentes muy arriba de la montaña.

Allí, mientras unos felicitaban a Penacho por la escapada reciente, los geniecillos de los volcanes preparaban un lindo fuego, y otros eran portadores de huevos, salmón y charqui.

Una sopa olorosa y rica y un solmonete asado sobre las brasas le fueron ofrecidos a nuestro héroe. Un vaso de leche completó el desayuno o el almuerzo de Penacho.

Como ya el sol estaba alto, en realidad nadie se preocupó de saber si esto constituía desayuno o almuerzo; lo único que Penacho supo era que no había necesidad de mirar la hora para tener apetito.

Terminaba de tomar su leche, cuando un susto mayúsculo casi le hace caer el vaso al suelo. Unos animales altos, de grandes y vivos ojos, de orejas pequeñas y patas muy largas, lo miraban con curiosidad.

Pero ya Cataplún se había interpuesto y le explicaba:

- Son guanacos. No les tengas temor. Eran esos animales que desde el camino mirabas tan chiquititos en el fondo del abismo. Han subido curiosa y rápidamente, debido a la fantástica agilidad que tienen. Andan en manadas y son más bien tímidos. Ya los verás.

Y el osito, haciendo un gesto belicoso, lanzó una piedra contra el más cercano.

Fue suficiente. La manada de guanacos huyó a grandes saltos montaña adentro. Ni el viento habría sido capaz de alcanzarlos.

En esto una sombra cruzó el aire.

Al mirar hacia arriba, Penacho vio un enorme pájaro que llevaba un pequeño cordero entre sus garras. Aquí toda la gallardía y sabiduría de Cataplún había desaparecido con él como por encanto. Se había escondido. Pero los geniecillos del aire estaban con el niño explicándole:

- Este es un cóndor, el pájaro de rapiña más astuto y audaz que se conoce. Como lo has podido ver, es capaz de robarse un ternero chico o un corderito. Si un hombre cae en la cordillera perdido o sin fuerzas, el cóndor se le acercará cautelosamente y en cuanto lo conozca desfallecido o muerto, le sacará los ojos y lo despedazará en seguida. Con el Viento Enemigo forman la pareja más temida de toda la cordillera.

En esto otra sombra gigantesca cruzó repentinamente el espacio. Penacho se echó instintivamente hacia atrás para caer en tierra. Todos sus acompañantes gritaron al unísono:

- ¡Cuidado!

Pero ya era tarde. El osito, creyendo que el peligro había pasado, estaba fuera de su escondite marchando tranquilamente hacia el lago. Por eso no se dio cuenta de que un segundo cóndor, en un breve y violento vuelo de picada, se le acercaba.

Sin que nadie lo pudiera evitar, el carnicero lo apresó entre los duros garfios de sus patas.

El niño, lloroso y sorprendido, sólo pudo alzar sus manos hasta el amigo que se alejaba en esa forma de su lado, y se puso a llorar, cuando la voz de Cataplún, en doloroso acento, llegó hasta él:

- ¡Penacho, sálvame!

Luego el cóndor y su presa desaparecieron tras una nube oscura, enviada para el caso por el Viento Enemigo, cuya risa hiriente y vengativa se hacía oír a lo lejos.

EL RESCATE DE CATAPLÚN

Pasaron unos cuantos minutos antes que nadie se moviera. Los geniecillos respetaban el sincero dolor de Penacho y esperaban que pasara la primera impresión.

Cuando el niño se sintió ligeramente repuesto, uno de sus amiguitos que formaban en la legión del aire se adelantó para decirle:

- No todo está perdido. Ya sabemos dónde se encuentra tu secretario. Pero para salvarlo es necesario que seas valiente.

Y Penacho, emocionado por lo que escuchaba, y por el deseo de salvar a su amigo, respondió:

- Soy Chileno

- Basta, comprendemos – Gritaron todos entusiasmados.

- En marcha – Dijo uno

- ¡Adelante! – Insistió el niño

Se secó las lágrimas y aspiró a todo pulmón el aire de la montaña, sintiéndose reconfortado en el cuerpo y en el alma.

Ya no había caminos. Todo o casi todo lo cubría la nieve. La formación de los geniecillos se arregló de nuevo guiando y cerrando la marcha.

Y anduvieron y anduvieron.

Hubo que bajar profundas quebradas, en cuyo fondo se tropezaba con los huesos de otros seres que allí habían rendido su vida. Varias veces Penacho tuvo que saltar oscuras grietas, angostas pero terribles en su hondor, grietas que parecían moverse caprichosamente. Y los pies del niño sangraban, y las manos del niño también lloraban sangre por distintas heridas hechas por los filos de las rocas que habían tenido que ascender, cuando llegaron a la base de un alto cerro, el cerro más alto que viera el niño hasta entonces.

La cumbre de este cerro estaba permanentemente rodeada de una corona de nubes, y no había camino para subirlo. Allí arriba se encontraba prisionero Cataplún.

El chico supo que tenía que subirlo solo.

Los geniecillos no podían ayudarle con sus fuerzas en la ruda ascensión.

Pero podían ayudarle con su astucia.

Y fue así como Penacho, llevando en un bolsillo su inseparable pito y en otro una bolita de barro que le dieron los geniecillos de los volcanes, emprendió la subida.

Sus pies y sus manos estaban cubiertos de desholladuras y heridas, pero el ánimo estaba entero en él y lo estimulaba el deseo ferviente de salvar a su amigo.

Aquél era el Cerro de los Cóndores. En él habitaban los más fieros representantes de estos carniceros del aire. Y se decía que el Rey de los cóndores tenía allí su trono, en la roca más alta de la cima.

Pero Penacho era chileno y era leal con sus amigos.

No le importaba su suerte. Le interesaba demostrarle a Cataplún que sabía corresponder sus servicios y su corazón conocía lo que la mayor parte de los hombres desconocen: la gratitud.

Decidido a triunfar, el niño comenzó la subida, pero a los primeros pasos resbaló y se golpeó la frente, donde le salió un chichón como una nuez. Y este golpe, en vez de acobardarle, le hizo más emprendedor.

La ascensión era lenta, dolorosa, parecía inacabable.

Nuevas desgarraduras en las manos y erosiones en las piernas trataban de molestarle. Pero Penacho tenía un propósito y quería cumplirlo.

Una vez que miró hacia abajo casi le da un mareo. Se afirmó en las salientes de la roca, tanteó con los pies una arruga de las piedras y, haciendo un esfuerzo grande, logró pasar y sentarse a descansar un poco.

Pero en esto se dio cuenta de que un cóndor negro y feroz volaba allí cerca. Quizás lo había visto ¿Cómo salvarse?

Al tocarse un bolsillo se acordó del encargo de los geniecillos de los volcanes y sacó de inmediato la bola de barro. Rápidamente se la pasó por todo el cuerpo y acurrucándose al lado del muro de piedra, observó con los ojos entrecerrados el efecto.

El cóndor le había visto desde arriba, pero al acercarse no pudo encontrar al niño. Todo lo que el cóndor veía era piedra y más piedra. El pájaro se restregó los ojos con una pata, bastante desorientado y molesto; luego, como era un cóndor con gustos modernos, sacó de debajo de un ala unos anteojos verdes y siguió mirando y buscando, hasta que se cansó, se aburrió y se fue.


Penacho, gracias a la bolita de barro, se había mimetizado con las piedras y por eso el pájaro terrible se había engañado.

Cuando se fue, el niño retornó a su viaje.

Muchas horas llevaba ascendiendo, hasta que de repente se dio cuenta de que estaba por llegar. Unos pequeños cóndores ensayaban el vuelo desde la cima hasta unas piedras inmediatamente más bajas.

Eran tres los pájaros que aprendían a volar. Nuevamente penacho se quedó quieto hasta identificarse con una piedra.

Y allí oyó el comentario de los rapaces:

- Mi tío no sabe qué hacer con el oso que apresó esta mañana. No sirve para comérselo, porque es puro aserrín.
- Y por eso debe ser tan bueno para decir discursos. Quería convencer a mi papá – dijo otro cóndor, de que venía con el chiquillo en misión de buena voluntad.
- Yo sé – comentó el tercero – que lo dejarán para cuidar los nidos y entretener a los bebés. Que sirva para algo.

Penacho casi se traiciona de alegría. Su amigo estaba vivo y no lo matarían. Había, entonces, grandes probabilidades de éxito.

Los condorcillos se fueron. Y ya en pocos movimientos más, el explorador llegaba a la cima del cerro.

Cautelosamente empezó a moverse tendido en tierra.

Hizo bien, porque un pájaro que llevaba insignias de comandante de la guardia real, pasó muy cerca de él, haciendo una visita de inspección reglamentaria. Las afiladas garras de este rapaz estuvieron muy cerca de la cabeza del niño, que se llevó una tremenda impresión.

Avanzó el explorador hasta acercarse a un corredor de rocas rojas que había a su derecha. Allí se levantó y alzando la vista por unos orificios naturales, vio a su querido Cataplún haciendo piruetas delante de unos nidos, donde otros condorcillos se reían aplaudiendo los gestos del osito.

Cataplún tenía sólo un ojo, pero como era de vidrio, vio reflejado en él un puntito blanco que era la cara de Penacho.

Entonces usó de una argucia. Hizo varios saltos mortales y fingiendo luego un gran cansancio, pidió permiso para retirarse un momento a descasar, a lo que los pájaros accedieron, esperando que más tarde lo harían trabajar dos veces más.

Cuando Cataplún cayó en brazos de Penacho, éste lloraba de alegría. ¡Otra vez juntos! Pero el osito, poniéndose serio, le hizo un signo negativo con la cabeza.


- No Penacho, todavía no. Quiero que tú seas el Amo de las Alturas, más que el Rey de ellos. Y para llevar a efecto esta hazaña es necesario que nos separemos otra vez.



En seguida, en voz baja, expuso su plan al niño. Y este, entusiasmado y valiente, le pasó la mano.

- Convenido
- De acuerdo – Dijo Cataplún. Y dando un gracioso salto, fue a hacerles travesuras a los cóndores grandes y chicos que lo estaban esperando en el patio del palacio real.

EL AMO DE LAS ALTURAS

El plan de Cataplún era atrevido en extremo.

Se trataba nada menos que de robarle al Rey de los Cóndores las dos plumas más grandes de la cola. Estas dos plumas eran toda su fuerza y todo su prestigio. Venían heredadas por familia, la familia real. No eran, por tanto, poca cosa estas plumas de la cola.

La leyenda decía que el que se atreviera a robarle estas insignias al Rey, sería el Amo.

El Amo de las Alturas, título que valía más que el título regio. Pero ningún cóndor se había atrevido jamás a hacerlo. La disciplina condorilera, por lo demás, cosa sabida: lo que mandaba el rey, nadie podía objetarlo. Una vez un cóndor tartamudo que había intentado hacer un elogio de una orden superior, fue mal interpretado, y antes que terminara de hablar le habían cortado el cogote por insolente.

Con esta lección todo el mundo condoril cuando escuchaba una orden se quedaba mudo y en disciplinado silencio iban a ejecutarla.

Aquella vez al Rey le habían contado que existía un prisionero muy divertido: un osito aventurero que saltaba en la cuerda, decía discursos y bailaba la cueca.

- Quiero ver ese prodigio – dijo Su Majestad.
- Es un prodigio – repitieron todos.

Si el Rey hubiera dicho: “Traigan esa calamidad”, todos hubieran confirmado: “Es una calamidad”. Cuando el poderoso habla ya sea entre los hombres o los pájaros, los que pretenden adularle repiten lo que le oyen.

Y entre el comandante de la guardia y el primer ministro de aquel reino, llegó Cataplún esa tarde frente a Su Majestad Rapiñón III, que sin importarle el sitio, muy sentado en su trono, se hacía reparar las garras por el “garricuro” mayor del reino, el cual, tras pasarles lija y esmeril a las reales patas, se las pintaba de oro y azul, como convenía a tan grande dignidad.

- Majestad – dijo el primer ministro – he aquí el prisionero.
- ¿Lo habéis sometido a un hábil interrogatorio? – preguntó Rapiñón III
- No, Majestad. Pero si gustáis, le cortaremos las orejas.

El pobre Cataplún se sintió perdido. Toda su serenidad y desenvoltura le abandonaban en aquel momento. Recordó el plan tan inteligentemente trazado con Penacho. Y tembló.

Pero Rapiñon III habló de nuevo:

- Ordenadle unos ejercicios

Y se le volvió el alma al cuerpo al osito.

Y antes que se lo dijeran, ya estaba demostrando lo que sabía y lo que hacía.

Dio varios saltos mortales dobles, imitó el andar de un pato, la arrogancia del hombre, la vergüenza de un colegial flojo, la picardía de un sastre y la ciencia de un charlatán.

Lo hizo todo tan bien, que Rapiñon y toda su corte se pusieron a aplaudir.

Entonces Cataplún imitó a un ebrio que trataba de levantar el sombrero caído. Se dio dos golpes contra el suelo y anduvo después en forma tan cómica, que el Rey y sus secuaces se pusieron francamente a reír.

Esto era lo que deseaba el osito. Entonces hizo el papel del corderito que bala cuando un ave carnicera se lo roba. Y esto, que conocían tan bien aquellos bellacos, les produjo un ataque colectivo de risa. Se sentaban a reír y con ambas patas se apretaban el buche, ante el incontenible efecto cómico que llegaba a marearlos.

De repente, Rapiñon III dio un graznido espantoso, seguido de un salto violento y un desmayo.

Y de tras el trono vacío salió sonriente y feliz Penacho con dos grandes plumas en la mano: las plumas del poder. Era el Amo. Y todos los cóndores doblaron la cabeza en señal de sumisión y vasallaje.

Cataplún ya no era el hazmerreír. Se colocó ante el niño, y con voz potente, ordenó:

- ¡Honores al nuevo señor!

La guardia real presentó armas. La corte entera se prosternó, y el rey vencido, rompiéndose las garras contra una piedra, suplicó:

- Ordenad, señor, todopoderoso, amo, jefe, guía, luz y destino del reino de las Alturas. ¡Ordenad!
Penacho, agitando ambas plumas al viento, indicó:

- Llevadnos donde están nuestros amigos de allá abajo.

Y pocos minutos más tarde surcaba los espacios una red extendida, sostenida por seis potentes cóndores, en la cual iban cómodamente sentados Penacho y su amigo el rescatado.

Sólo entonces el niño se dio cuenta de sus heridas en las manos y sus magullones en el rostro y los pies.

Al llegar suavemente a tierra, y mientras recibía el cordial saludo de sus pequeños amigos los geniecillos, la pérdida de sangre y las emociones sufridas le hicieron un raro efecto, ahora que estaba ya libre su amigo Cataplún.

Y el Amo de las Alturas, como cualquier niño de su edad, a su vez se desmayó.

UN DESCANSO EN LA CAVERNA

En la misma red que los sumisos cóndores bajaron a los dos exploradores siguió su camino Penacho, reposando de sus fatigas y sus heridas.

Los geniecillos del agua ya le habían lavado los cuajarones de sangre de todo su cuerpo dolorido. Los geniecillos de la nieve le habían frotado hielo sobre su cabeza para que la fiebre no lo alcanzara. Y cuando llegaron a un lugar donde terminaba un barranco, los geniecillos de las minas y los volcanes lo tomaron con suavidad y, dejándole sólo la cabeza afuera, lo hundieron en un baño de agua caliente, que salía de las entrañas de la tierra.

Era un respiradero de lejanos volcanes, donde el azufre y otros elementos en estado natural prestaban su poder curativo a quines quisieran aprovecharlo.

Este baño termal dejó a Penacho limpio, fuerte y sano, como si jamás hubiera sufrido molestia alguna. Se cerraron sus heridas, se purificó su piel, se tonificó su espíritu.

Y al salir y colocarse de nuevo su traje velludo y tibio, se puso a cantar:

¡El agua, la tierra,
El aire y el sol,
Eso es lo que amo,
Lo que amo yo!

A lo que respondieron los geniecillos alegres:

¡Vivid la vida, vivid cantando
Porque es ensueño, porque es verdad!
¡Somos la nieve, somos el aire,
Somos el fuego y el mineral!

Ahora en anchos círculos volaban allá arriba los cóndores. Eran la guardia de Penacho, la guardia de las Alturas. En su vuelo majestuoso se adivinaba la ansiedad de los grandes pájaros por servir a su señor, quien se había olvidado de las plumas mágicas, pero no así Cataplún, que abriéndose un hoyo en la frente, plantó en él las insignias de su amigo, al tiempo que advertía:

- Oye Penacho, yo sí que tengo un penacho de verdad.

Siguieron caminando. Cuando venía la noche, llegaron a una ancha caverna que parecía de cristal.

Era, además, muy alta, de hermosas perspectivas interiores. Los geniecillos de la nieve se sentían en su casa:

- Adelante, amigos – invitaban.

Desde lo alto, en la entrada, pendían unos carámbanos que a la hora del crepúsculo tomaban distintos colores en fantasmagorías indescriptibles.

Más adentro, las estalagmitas y las estalactitas parecían esculturas caprichosas de un artífice curioso e imaginativo. En las paredes de roca azul, la naturaleza había escrito muchas cosas bellas que sólo los sabios podrían descifrar. Era todo un ambiente de encantamiento y misterio que llenaba de admiración al niño.

En un rincón abrigado un lecho mullido esperaba al chico embajador y aventurero, el cual antes de dormirse sonrió de buenas ganas viendo a Cataplún marchando airoso con sus plumas en la cabeza.

Las sombras de la noche venían avanzando. Penacho dormía ya a pierna suelta. El osito contaba por centésima vez a los geniecillos sus proyectos, cuando un rugido terrible hizo temblar las paredes de la caverna, y acto seguido, dos pumas, macho y hembra, avanzaron amenazadores hacia donde se encontraba el niño durmiendo.

EL TERRIBLE COMBATE

Amedrentados, los geniecillos habían huido.

Penacho, despertado de repente, vio entonces lo que valía su amigo el osito.

Se había interpuesto entre él y los pumas hambrientos, cuyos ojos brillaban con ferocidad, y sacándose de la frente las plumas mágicas, las agitó repetidamente en el aire.

Cuando las fieras se disponían a saltar sobre el niño y Cataplún, un ruido que venía de la entrada de la gruta les detuvo un momento, y antes que los pumas lograran ponerse a la defensiva, cuatro cóndores les atacaban a picotazos y hundían sus garras de muerte en sus cuerpos.

Los felinos se defendieron del primer ataque a zarpazos. Y se vertió la primera sangre de los súbditos de Penacho.

Pero éstos redoblaron su acción y un nuevo ataque obligó a los animales a moverse hacia el interior de la gruta.

Fue la perdición para ellos, porque así tenían menos terreno donde moverse y evitar los asaltos de los grandes pájaros.

La leona dio un rugido de rabia al sentirse malherida y fatigada. Y el león, ante esto, redobló su esfuerzo en la pelea, teniendo como resultado que un cóndor cayó abatido, porque la garra retráctil del puma le había alcanzado casi degollándolo.

Al sentirse morir, el cóndor retrocedió, se detuvo frente a Penacho y dobló para siempre su altivo cuello, rindiendo así un tributo a su Amo, por cuya vida él perdía la suya.

El niño se sintió conmovido por esta acción, y sin ocuparse del combate, que seguía encarnizado pocos pasos más allá, se inclinó hacia el cóndor caído y le abrazó sinceramente. Penacho que no se dio cuenta de que otros cien cóndores miraban su acción desde la sombra a la entrada de la gruta.

Uno de los pájaros luchadores fue tomando por los dientes del puma, y una de sus alas se quebró. Sin embargo, continuó pelando.

La leona repartía dentelladas y zarpazos, y trató de huir de su acorralamiento, cuando vio a Penacho que salía a rendir un homenaje al cóndor muerto. Aquel niño representaba al hombre, su enemigo declarado, tenía que ser una presa deliciosa.

Pero nada pudo, porque las garras de un enemigo la tomaron en el aire, y fue transportada a un lugar donde ya no volvió.

El puma quedaba solo. Y la rabia, la ferocidad del felino hecha locura, al ver que no podía saciar su odio en aquel niño, porque unos pájaros se lo impedían, lo encegueció.

Y esto fue su perdición también.

El cóndor herido le arrancó los ojos, y el otro lo levantó como un cordero nuevo, y se lo llevó por vía aérea hacia las sombras de la noche.

El defensor, herido en un ala, fue atendido por el chico y su amigo. Con un pedazo de piel hizo el niño un vendaje, y luego también le abrazó.

Y sólo se dio cuenta el niño que tenía testigos de su acción cuando un coro de voces llenó los ámbitos de la gruta:

- ¡Dios bendiga a nuestro Amo!

Y cien cóndores, batiendo sus alas rítmicamente, emprendieron el vuelo de regreso a sus alturas.


Los geniecillos iban volviendo tímidamente al sitio de los sucesos, donde se paseaba Cataplún como un general victorioso, golpeándose el pecho al mismo tiempo que repetía:

- ¡Qué gran estratega soy yo!

EL BOSQUE PETRIFICADO

Aquellas figuras que estuvieron a punto de hacer perecer a Penacho habían llegado hasta aquella lejana gruta – lo supo el niño al día siguiente – persiguiendo un venado. Es decir, el hambre los había empujado tan adentro de la cordillera para llegar a tener el fin conocido.

Cuando el niño se levantó tenía un buen bocado ya listo para ser consumidos, con lo cual se preparaban para seguir en su excursión.

Los geniecillos de las minas lo habían invitado esta vez a conocer algunos de sus dominios.

Y ambos amigos, el niño y el oso, siguiendo las instrucciones de sus guías, se internaron por la gruta, la cual en el fondo no era más que una rasgadura que se hundía en el corazón de la montaña.

Pero este rasgo, que a Cataplún le había parecido insignificante para que él pasara, se abría a medida que los visitantes avanzaban. Entraban así en los dominios secretos de la cordillera.

Unas brillantes vetas aparecieron a sus ojos. Eran de oro. Desaparecían éstas, y se sucedieron unos muros de cobre y otros de plata maciza. Luego piedra roja, oscura y verde, y más allá mármoles y unas capas de piedra blanca y muy dura llamada sílice.

De repente el interior de la montaña cambiaba de aspecto, y ante los ojos curiosos de Penacho y Cataplún apareció un bosque de inmensos árboles de color amarillo pálido.

“Estos árboles no se mueven – pensó el niño – porque aquí no corre viento”

- No – le dijo un geniecillo, traduciendo su pensamiento – estos árboles no se mueven porque se hicieron piedra. Se petrificaron hace muchos miles de años. Sobre ellos hay gruesas capas de tierra que han ido formando la montaña. Esta ha crecido, se ha levantado sobre ellos, que han conservado, a pesar de todo, la misma actitud, las mimas figuras que si estuvieran vivos. Sus troncos, sus hojas, sus venas y sus flores han quedado inmóviles. El hombre a estos bosques petrificados los llama yacimiento de carbonato de calcio, y cuando los encuentra los explota y utiliza en muchas formas.

Penacho se acercó hasta tocar unas ramas, y se convenció de la verdad que le exponía el geniecillo, dándose cuenta, así mismo, de que hay cosas en la naturaleza que parecen fantasía.

Junto a los árboles dormían su sueño de piedra pequeños animales que en otro tiempo habían jugado y vivido entre la poesía de aquel bosque. El niño quiso tocar uno.

Pero un geniecillo le rogó:

- No lo toques. Quizás tus manos le darían la vida. Y la vida ahora ha cambiado tanto para lo que ellos conocieron. Mejor es que sigan ellos, ya sean pájaros o pequeños anfibios o insectos, el destino que Dios les dio. No tratemos nunca de dar otros rumbos a estos designios. ¿Ves? El bosque ya no canta, ya no se mueve, ya no tiene olores ni colores diversos, pero siempre servirá, siempre será útil. Y en eso está la mejor belleza de todas las cosas.

UN FANTASMA SORPRENDIDO

Del largo paseo a través del bosque petrificado, los geniecillos de las minas llevaron al niño y a Cataplún por otros caminos interiores de la montaña.

Y así llegaron al fondo de una mina de plata, cuyas labores los hombres habían suspendido hacía algún tiempo, porque la veta se escondía un trecho entre los repliegues rocosos del cerro y ellos no habían sido capaces de encontrarla con poco esfuerzo más.

Estaban a muchos metros bajo la superficie de la tierra. La luz del día no alcanzaba a ellos. Pero al contracto de los dominadores de estos espacios, los geniecillos, una luz fosforescente hacía notar cada detalle de las galerías de la mina. Además, los ojos del niños ya se habían acostumbrado a este ambiente, y perfectamente veía Penacho lo que le rodeaba.

De pronto, un alarido terrible cruzó el aire. Era como un grito humano, agudo y desconcertante.

Pero Cataplún advirtió al niño:

- No tengas cuidado. No demuestres miedo, y eso sólo bastará. Ya me lo habían prevenido.

En eso desde el fondo de la galería subterránea se levantó una figura terrorífica a la que acompañaba un ruido de quebrazón de piedras y arrastre de cadenas. Era un fantasma con vestidos negros, con el rostro de una mujer espantosamente fea y unas manos que se alargaban amenazadoras y crueles. Con voz ronca, expresó:

- ¡Morirás, hombrecito, por atreverte a pisar mis dominios! ¡Morirás!

Penacho, cuyas aventuras anteriores le habían servido de lección, permaneció quieto y firme sin hacerle caso ni demostrar que le asustaba.

El fantasma repitió:

- ¡Morirás, hombrecito!

El niño respondió:

- Está usted loca, distinguida señora.
- ¿Loca yo? – chilló la fantasmal figura.
- Sí, señora. Usted es La Lola y sólo puede asustar a los borrachos o a los enfermos.

La Lola, que es como llaman los mineros supersticiosos a esta figura que se pasea por todas las minas de Chile, se sintió desorientada, y como no supo responder al niño, empezó a hacer sonar sus dientes y lanzar rayos de ira por los ojos.

Pero Penacho se echó a reír. Esto ya era demasiado para La Lola, y tomando impulso, lo mismo que los felinos cuando van a cazar, amenazó con lanzarse sobre el niño.

En esta actitud estaba cuando lanzó un alarido más agudo que el primer, y tomándose un pie empezó a quejarse y a bailar de dolor sobre el otro pie.

Y no se reponía el fantasma de su sorpresa, cuando el pito de Penacho llenó los ámbitos con su silbido estridente. Era el colmo para La Lola, que, sorprendida de repente por este ruido mucho más penetrante que cualquiera de sus gritos, se lanzó de cabeza por una abertura de las rocas, huyendo de la mina aquélla, donde tan mal la recibían y encima se burlaban de ella.

Al desaparecer en esa forma se vio tras el sitio donde ella se encontraba a nuestro amigo Cataplún, el cual explicó su parte en los hechos ocurridos:

- Cuando amenazaba con lanzarse sobre ti, yo me fui calladito por detrás y le mordí un talón a la vieja. ¡Por eso es que se había puesto a bailar en una pata!

¡Quién lo hubiera creído! ¡Este Cataplún, tan vivo y tan servicial, era capaz hasta de morderle las piernas a un fantasma!

UN POCO DE DEPORTE



El más viejo de los geniecillos hizo alinearse a todos sus compañeros. Había cien geniecillos por unidad, o sea, cien por la nieve, cien por el agua, cien por el aire, cien por las minas y cien por los volcanes. Entonces el que hacía de jefe general hizo uso de la palabra:

- Cataplún, como te lo habíamos prometido al principio de estas aventuras, ahora te haremos un regalo. Se trata, Cataplún, de colocarte el ojo que te falta. Es de material precioso y con él podrás ver en la sobra y a la larguísima distancia.


Todo esto sucedía cerca de la boca de la mina que hacía poco habían visitado. El oso llevaba en la frente las dos plumas imperiales y estaba, como siempre, al lado de Penacho, el cual, al oír lo que decía el geniecillo, le ordenó:

- Avanza, acepta y agradece.

Cataplún, emocionado y contento, dio tres pasos, se paró en posición firme y esperó que le colocaran el ojo de brillante, que relucía en diversos tonos.

Luego tomó la palabra.

- Amigos...


Y no pudo decir más. La emoción le impedía hablar.

- No importa – dijo el donante del ojo mágico – en esa palabra está todo. La amistad es lo que todos debemos cultivar.

Una banda de doscientos músicos cerró el acto con la ejecución de una pieza magistralmente tocada. Cuando terminó, el jefe general advirtió:

- Ahora, para descansar, haremos deporte.

Y todos subieron a la cumbre más próxima.

En un dos por tres, tenían hecha una bola de nieve. Colocándola al borde de la altura y a una señal dada por sus amigos, Penacho empujó la bola, que se deslizó rodando falta abajo. A medida que rodaba iba creciendo, creciendo.


Después trajeron unos aparatos de madera, como zapatos muy largos, para ser amarrados a los pies, eran esquís.

- Nos deslizaremos – le advirtieron a Penacho – hasta llegar al lago helado que hay allá abajo.

Y Penacho, sintiéndose lleno de confianza, empezó a esquiar. Lo seguía el oso, también con esquís. Ante ellos, como otras veces, iban unos pocos geniecillos señalando el camino. Atrás, los otros.

La ladera era muy inclinada. Y así fue como, tomando velocidad, los esquiadores bajaban la montaña rápidamente.

El viento besaba sus rostros con sus manos de hielo. El aire sutil entraba a raudales por sus pulmones.

Sin saber cómo, Penacho y sus amigos se encontraron junto a la planicie del lago, cuya superficie se había congelado. En ese momento unas aves muy parecidas a los patos cruzaban el cielo en grandes bandadas.

Eran piuquenes o ánades silvestres que huían del lago helado en busca de otras aguas que les ofrecieran por un tiempo sus medios de subsistencia y vida.

Sus figuras oscuras se recortaban nítidamente en el cielo plomizo. Su vuelo era rápido, pero sereno, como quien sabe perfectamente el destino que lleva y no se aflige pensando que el mundo es pequeño. Al contrario, esas aves, como todas las criaturas de Dios, conocen que cada uno de sus altos designios, traducidos por la naturaleza, tienen un significado preciso: cada uno debe saber ganarse la vida.

Y ellas volaban a otras regiones para cumplir esa verdad.

Junto a la planicie de hielo trajeron a Penacho y al oso unos patines de cuchilla. Rápidamente los geniecillos les quitaron los esquís y les colocaron los patines.

Y allí fue la gran diversión de los amigos. Empezaron a hacer figuras sobre el hielo. Dibujaban signos curiosos, escribían el 8 en rápidas pasadas, giraban como trompos en la punta de los patines. Y estando ellos tan contentos, el vientecillo, la montaña, todo parecía estar también lleno de alegría.

En una de sus acciones se alejó Penacho porque había observado con curiosidad que en una orilla había un alto montón de nieve, muy alto, como veinte veces la altura de un hombre, y ese montón de nieve no tenía explicación lógica sobre la tersa superficie del lago.

Cuando llegó junto a la altura observada, ya estaban allí los geniecillos blancos, que sonreían maliciosamente:

- ¿No adivinas de qué se trata, Penacho?

Este tuvo que confesar que no comprendía aquello.

Y entonces le explicaron una vez más los misterios gozosos de la cordillera andina:

- Aquella bola de nieve que tú empujaste hace un momento desde la altura, venía creciendo a medida que avanzaba hacia el bajo. Y aquí llegó tan alta, tan grande, que ya tú mismo no la podías conocer. Con la bola de nieve pasa lo mismo que con la mentira a que están acostumbrados algunos niños: la mentira va girando de boca en boca, y luego de ser lanzada, ya será muy difícil evitar que siga creciendo sin medida. Lo mismo que la bola de nieve. Acuérdate, Penacho de esta lección que tenemos a la vista.

EL TESORO DE LOS CURACAS

La expedición continuaba su camino. Aquella mañana un hermoso sol disipaba las nubes y el cielo se mostraba azul y luminoso.

De pronto, otro cerro, otra cumbre curiosa, apareció ante los ojos de los caminantes. Muy alto, parecía un altar de piedra desafiando los cielos: sus paredes, lisas desde mucha distancia antes de su cima, no ofrecían la menor ventaja para quien quisiera ascender a él.

Pero Cataplún, dueño del ojo mágico, le habló al niño:

- Oye, allá arriba hay algo interesante. Me gustaría saber qué es.

No terminaba de hablar el osito, cuando ya un geniecillo explicaba:

- Este es llamado el Cerro del Plomo, por el color de la piedra de su cima. Hace muchos años, cientos de años, los incas dominaban enormes extensiones de territorio. Los jefes de determinados grupos de indígenas eran llamados curacas, así como los araucanos del sur les llamaban caciques o toquis. Cierta vez, unos cuantos curacas se rebelaron contra el emperador, su señor, el cual, enojado, envió a sus hombres más leales a poner orden e imponer su prestigio y disciplina. Lucharon los ejércitos del emperador o hijo del sol, como se hacía llamar cada uno de estos poderoso, contra las huestes levantiscas de los curacas rebeldes. Tras sostenidas luchas de hombre a hombre, vencieron los imperialistas. De los revolucionarios quedaban muy pocos vivos. De entre ellos se salvaron tres curacas que lograron juntar los mejores tesoros que encontraron en sus tierras: vasos de oro, estatuillas de plata, atributos del poder labrados en metales preciosos. Todo esto lo reunieron huyendo con ellos. Un camino secreto que existía entonces los llevó a la cumbre e este cerro donde creyeron poder salvarse mientras buscaban otros destinos.

“Pero tembló la tierra esa noche. Grandes ríos hundieron sus caudales entre las grietas de la misma cordillera, dejando secos para siempre sus cauces que los llevaban al mar. Otros lagos se volcaron sobre los valles arrasando caseríos y ganados. Se despeñaron montañas enteras y e en el Cerro del Plomo desapareció el camino que iba hacia la cumbre.

“Los curacas quedaron helados junto a sus tesoros. Y la tradición escrita en el hielo de la cima y comentada por el viento que apacenta las nubes del verano, dice que volverán a la vida si una mano de niño golpea en sus pechos para despertar sus corazones inmóviles.”

Penacho se había quedado pensativo, pero Cataplún, que era entusiasta y de recursos inmediatos, se puso a mover las plumas. A los pocos minutos una bandada de cóndores bajaba a recibir órdenes.

- Queremos ir a la cumbre – manifestó el osito.

Fue extendida la res. Subieron en ella el niño, el oso y dos geniecillos del aire. Los demás quedaron esperando.

Rápidamente hacían el viaje, cuando divisaron a lo lejos una nube turbia que se movía en forma de remolino y avanzaba furiosamente hacía los viajeros. Era el Viento Enemigo que pretendía nuevamente apoderarse de Penacho.

Pero los cóndores, advertidos por su fino instinto, dieron más fuerza y velocidad a sus alas. Los viajeros llegaron así a la cumbre y tuvieron tiempo de refugiarse en una pequeña caverna. El Viento Enemigo pasó bramando sobre ellos, sin hacerles nada.

Salieron enseguida guiados por los geniecillos. En verdad, los tesoros incaicos hacían doler los ojos de tanto brillar al sol. Oro ardiente, plata nativa, piedras preciosas en desordenado montón esperaban allí hacía cientos de años.

Y tras una piedra, como riendo, porque los que mueren de frío tienen ese gesto, los tres indígenas estaban rígidos, pero enteros, con el rostro pegado a las rodillas y los brazos ciñendo las piernas, en un desesperado esfuerzo por mantener el calor de sus cuerpos. El hielo de la altura los había preservado, y como estaban ocultos, las aves de rapiña no los habían sorprendido.

- Tienes que tocarles el pecho – dijeron los geniecillos al niño.

- No se puede – dijo Penacho – en esta posición en que están. Les tocaré la espalda a la altura del corazón.

- Quizás no sea lo mismo…

Pero el niño, recordando una oración enseñada por su madre, golpeó a cada uno con su mano abierta en las espaldas.

Lentamente abrieron los ojos los curacas, extendieron los brazos, levantaron las cabezas y, por fin, se movieron completamente hasta ponerse de pie.

- Soñábamos con esto – dijo uno de ellos – Gracias, pequeño señor, somos tus vasallos.

Y los tres se arrodillaron ante el niño e inclinaron sus rostros hasta besar el suelo.

Penacho les ordenó levantarse, explicando sencillamente:

- Dios lo ha querido.

- Todos estos tesoros son tuyos, señor – dijo el que parecía de mayor importancia jerárquica de los tres.

Pero Cataplún, instruido por los geniecillos, les dirigió a su vez la palabra:

- El oro es el motivo de todos los males de la tierra. Por poseer el oro que da el poder, los hombres se matan, son desleales, lanzan sus ejércitos unos contra otros. Por poseer el oro se enseñorean en el mundo todas las miserias.

Y Penacho concluyó:

- No quiero estas riquezas. Son de ustedes si las desean.


En los ojos de los hombres resucitados brilló la codicia. Y tomando los mantos que habían contenido los tesoros, silenciosamente, recogieron los vasos y las joyas, y nuevamente las envolvieron, cargándolas sobre sus espaldas.

Bajaron por el mismo camino aéreo. Los cóndores, terminada su labor, saludaron y se fueron. Los geniecillos ordenaron otra vez la marcha. Tras ellos prefirieron caminar los curacas.

Altos, de rostro bronceado, vestidos de cortas túnicas bordadas en oro, con la cabeza cubierta por un gorro finamente tejido, y en los pies llevando sandalias de cuero muy bien labradas, los tres indígenas no hablaban, pero ya se habían puesto de acuerdo con la mirada.

Y en un recodo del camino se quedaron definitivamente atrás. Cuando Penacho y sus acompañantes los buscaron, uno de ellos, el más fuerte, los amenazaba con una flecha lista para disparar y herir.

El niño y los suyos comprendieron, y sin decir una sola palabra, siguieron su camino. Los tres ingratos volvieron rápidamente sobre sus pasos. Marchaban de prisa, a pesar de que iban cargados por sus tesoros. Y cuesta abajo se pusieron a trotar con paso firme, seguro.

Pero de repente una grieta escondida bajo un falso puente de nieve se los tragó. Se oyeron unos ayes de dolor y arrepentimiento. Luego un silencio total los cubrió para siempre con sus tesoros y sus malos deseos. Esta vez no volverían a salir.

- Yo te lo advertí, Penacho – dijo un geniecillo – que debiste golpearles el pecho y no la espalda. Por eso se desviaron los buenos deseos.

- El oro no da la felicidad – exclamó otra voz.

Y esta fue la oración funeraria de los tres codiciosos.

mayo 07, 2010

LA ENEMIGA SILENCIOSA



Avanzaba otra vez la caravana, y al subir a una cima divisaron a lo lejos un paisaje nuevo, lleno de vivos colores y curiosos reflejos.

- No estamos distantes de los dominios del Viejo de la Pascua – señaló un geniecillo.

Esto puso mayor entusiasmo en Penacho y Cataplún, que trataron de forzar la marcha.

Pero en silencio, reptando por las faldas de los cerros y las quebradas, venía subiendo la Niebla Embrujada.

Parecía que las hondonadas desaparecían bajo los montones de espeso algodón gris. Los cerros se sentían como asfixiados por las manos plomizas de la maligna enemiga de la luz.


Todos los geniecillos eran impotentes para luchar con ella. Por eso, corriendo, le indicaron al niño un refugio, mientras ellos buscaban su propio amparo.

Era una gruta de hielo, de paredes lisas y pulidas, todo hielo. Por eso le aconsejaron a Penacho antes de entrar:

- Mientras te encuentres en esta gruta no hables, no grites, no hagas ruido alguno.

Llegaba la Niebla Embrujada. Y sin detenerse en su camino, lanzó dentro de la gruta el aliento pesado de sus maleficios que formaban su fuerza armada. Y así Penacho perdió de vista a Cataplún que se encontraba a su lado. Tan espesa era la bruma.

Pero la Niebla Embrujada, como el Viento Enemigo, había sido burlada por la astucia de los pequeños amigos de nuestros héroes. Con sus mejores efectivos de batalla, de esa batalla silenciosa y terrible que ella presentaba, había seguido de largo por el filo de la montaña, porque habiendo imitado la huella de los pies del niño, los pequeños amigos la habían engañado. Y cuando quiso volver, conociendo que había hecho un equivocado camino, ya los geniecillos del aire bajaban con algunos rayos de sol en sus manos, hiriendo y rompiendo las retaguardias de la Niebla.

Dentro de la gruta de hielo esperaba Penacho la vuelta de sus amigos. No dudaba de que volverían, porque ya en tantas ocasiones le habían demostrado sus sentimientos.

De pronto, desde la nube que llenaba totalmente el ambiente interior de la gruta, una mano avanzó hasta tocar la mano derecha del niño, que tomado de sorpresa, gritó sobresaltado:

- ¡Soy yo, Penacho! – oyó que decía el osito. Y sin más trámites agregó - ¡Huyamos!

Lo reconoció el niño, y recordó también que el osito con su ojo mágico, era capaz de ver en la sombra. Dejándose llevar por él avanzó entre la bruma.

Y lo hizo muy a tiempo porque la resonancia de su grito había partido las paredes de la gruta de hielo que empezaba a resquebrajarse con un estrépito espantoso.

A la salida de la gruta ya lucía el sol sus armas triunfantes. Sus amiguitos, agrupados y temerosos, esperaban a los refugiados.

Y el niño y el oso no hicieron más que salir al aire libre, cuando se desplomó la gruta con un ruido que era para asustar al más valiente.

La Niebla Embrujada hacía gestos amargos a lo lejos. Se retorcía vencida, y pretendía alcanzar con sus manos blancuzcas los restos de la gruta, porque allí, entre sus ruinas, se debatían moribundos muchos de sus soldados, de esos soldados sin formas regulares y sin otras armas que el silencio y la actitud traidora, que ella ordena y dirige para extraviar a los caminantes en la alta montaña.

EN LOS DOMINIOS DEL VIEJO DE LA PASCUA

Por fin estaban en los dominios del Viejo de la Pascua. Eran estos dominios un valle no muy grande, pero hermoso, y unas galerías labradas en la roca viva de la montaña.

En el valle crecían los pinos de pascua y en los espejos de agua navegaba la escuadra más numerosa del mundo. Barcos de juguetes de todas clases y dimensiones se entrenaban en aquellas aguas, antes de ponerse en camino para llegar a las manos de todos los niños de Chile. Cisnes y patitos de celuloide conversaban con peces de colores y caballitos de mar, mientras varios Neptunos esperaban en la orilla la hora de echar a correr sus carros veloces entre unas olas imaginarias. Marineros y pescadores atisbaban el cielo buscando una tempestad que no llegaba y fumando unas pipas de madera azul que no conocían el tabaco.

En el bosque de pinos pascuales, los pájaros de pecho rojo discutían con las blancas cigüeñas extranjeras, mientras unos chivitos de hule seguían a la cabra mamá por entre unas piedras de cartón. Un pastorcillo de pies desnudos y revuelto pelo tocaba aires alegres en una flauta de caña, tras él la mula y el buey de la dulce tradición cristiana se dirigían mansamente al pesebre, guiados en pleno día por la estrella mágica, para que esperaran esa noche al divino viajero.

Penacho y Cataplún miraban aquello con asombrados ojos. El Viejo de la Pascua les guiaba con afectuosidad. El pequeño y gran mundo de juguetes estaba allí, vivo, elocuente, cierto. Ya lo habían dicho el cuidador hortelano de la casa cordillerana: tras esos montes estaba el mundo que se regía por las manos cordiales del abuelo de todos los niños chilenos.

Los dos amigos, inseparables en la buena y la mala fortuna, sentían sus corazones llenos de júbilo. El gran secreto estaba descubierto. Era la primera vez que un niño llegaba al dominio del Buen Viejo. Y todos los momentos de terror y angustia sufridos en el camino quedaban olvidados de pronto, totalmente olvidados ate la alegría de estar allí.

En un pedazo de terreno, como una elipse, había un millón de soldaditos de plomo haciendo ejercicios. Penacho y Cataplún miraban curiosamente cómo desfilaban los regimientos ante la bandera y el generalísimo. Los comandantes y los capitanes, bizarros, enhiestos, en sus caballos de finas patas de metal, hacían brillar al sol de diciembre con sus espadas, no más grandes que una aguja. De pronto oscureció el cielo un enjambre de aviones enemigos, que arrojaban sobre las fuerzas de tierra cientos de bombas de chocolate, que habían un daño enorme, porque los soldados se las consumían en tal forma, que pronto hubo regimientos enteros fuera de combate por estar enfermos de comer tanta golosina, lo que en otras palabras significaba una nueva manera de hacer la guerra.

Lo más divertido era la zona de los porfiados, o sea las figuras que siempre están de pie. A esta zona había entrado un rey en son de conquista y pretendía este rey que sus nuevos súbditos lo saludaran quedando un largo rato con la cabeza inclinada. Como viera que nadie lo hacía, ordenó a sus guardias exigir este gesto de sumisión. Y los guardias cargaron contra los porfiados lanzas en mano. De un lanzazo los tendían en el suelo, pero de inmediato los porfiados se paraban como si nada hubiera ocurrido. Hasta que los atacantes se fatigaron y el rey se dio por vencido ante tanta porfía.

Todo esto era al aire libre, en el valle.

En las galerías talladas en la roca, el Buen Viejo, mostró a sus visitantes lo que allí se hacía.

Las galerías tenían comunicación interna con el fuego de los volcanes y el surtidor de las vertientes. Los geniecillos trabajaban allí con grandes bríos en la fabricación de nuevos juguetes, los que irían a acompañar a los que ya estaban listos al aire libre, esperando su turno de partir a sus destinos en la noche de Pascua.

Bellísimas esferitas de cristal en colores, lindos instrumentos musicales, mecanismos, resortes y sorpresas de todo género, salían de las manos laboriosas se los ayudantes del animoso e incansable anciano.

Y aún no habían visto el país de las muñecas.

Al cruzar una ancha puerta, Penacho y Cataplún se encontraron de repente con una sala grande, magníficamente decorada. Era el reino de las muñecas. Una de ellas, muy rubia y rosada, les invitó a pasar.

En alfombras mullidas y elegantes, conversando de cosas que sólo ellas entendían, había muñecas que representaban princesas, reinas orientales, gitanas, bailarinas, holandesas de altos zuecos de madera y albo delantal, chinitas de ojos lánguidos y suaves que lucían vestidos de seda y abanicos curiosos y, en medio de todas ellas, unas doncellas esquimales asomaban sus rostros redondos bajo los gorros de piel.

Cuando se encontraron con las esquimales, Cataplún llevó aparte a Penacho para decirle:

- Te confieso que esas damas me dan miedo.

Penacho, recordando las aventuras corridas, la valentía y actividad de su compañero demostradas en tantos casos, quedó extrañado y manifestó que deseaba una aclaración, a lo que Cataplún respondió:

- En el abrigo de esas damas estoy reconociendo la piel de un tío. Y pienso que a lo mejor, si me descuido, voy a terminar en lo mismo. Y no me hace gracia.

El Buen Viejo se rió de buenas ganas al oír al osito, y dándole la razón, no siguieron visitando el reino de las muñecas, a pesar de que éstas se preparaban para ofrecerles un acto de variedades. Penacho se excusó cortésmente y salieron.

EL REGRESO

Ya la noche había entrado a los dominios que visitaban. Entonces, por indicación del dueño de casa, subieron a una cumbre cercana.

Allí, con un anteojo de gran potencia, miró primero el Buen Viejo y después se lo pasó a Penacho. Cataplún, poseedor de un ojo mágico, no tenía necesidad de anteojos de larga vista.


Una gran impresión se apoderó del niño. Con el lente se miraban todos los sueños infantiles, tomaban forma todos los deseos de los niños expresados en sus sueños. Y allí miró Penacho cómo las niñas soñaban con sus muñecas, y algunos chicos deseaban libros, y otros, durmiendo en lecho s muy duraos, no podían soñar cosas bellas, porque aun durmiendo, sentían la mordedura de la pena y el hambre.

Penacho tenía el corazón apretado. No se había dado cuenta de que existían en el mundo niños pobres y haciéndose la promesa formal de buscarlos para ser amigos de ellos, hizo girar otro poco el anteojo prodigioso.

Y entonces vio a su madre y a su hermanita buscándole, gritando hacia las quebradas próximas a su casa, con la esperanza de que él respondiera. Su padre no había llegado todavía a pasar su fin de semana con ellas. Y por eso la mamá tenía más angustia ante lo sucedido.

El niño sintió que le dolía el corazón y espontáneamente dijo:

- Mamá, aquí estoy.

No se había fijado que su mamá no podía oírle, porque estaba a mucha distancia de ella. Pero vio por el anteojo mágico que su madre detenía el llanto cuando él habló. Una sonrisa esperanzada iluminó su rostro. Es que la palabra del hijo, por lejos que esté, siempre sabrá llegar al corazón de una madre. Y esta vez ella presintió que su hijo la llamaba.

Al dejar de mirar, el Buen Viejo le golpeó afectuosamente la espalda:

- Penacho, prepárate para volver.

El viejo tenía ya con él una gran carga de juguetes. Y un coche sin ruedas, un coche puesto sobre patines de cuchilla, esperaba la orden de partir.

El niño y el osito se sentaron en los primeros lugares. Atrás, manejando un timón, se sentó el Viejo, arreglando la carga maravillosa: juguetes, juguetes y juguetes.

Una música dulce sonó junto al grupo y un coro de voces delicadas y fraternales cantó en honor de los viajeros:


¡Adiós muchacho; adiós amigos!
Amad la vida, la luz cordial.
Y vuestro paso sea el camino
De la bondad.


Eran los geniecillos despidiendo a sus compañeros de aventuras: eran los generosos hermanos de las montañas, que enseñaron a Penacho tantas cosas bellas y útiles.

Partió el coche. Un viento suave parecía empujarlo de cumbre en cumbre. Volaba a veces, y una estrella, la misma estrella que en otro tiempo mostró la senda gloriosa a los reyes magos y pastores, señalaba con sus rayos celestes la ruta de los admirables viajeros de la montaña andina.
Los paisajes iluminados por la estrella y la luna creciente, la luna de los dos cachitos para arriba, pasaban bajo la huella del coche con suma rapidez. Ya no había que temer a los pumas, ni a los precipicios, ni alas malas pasiones, ni a las aves de rapiña, ni al viento, ni a la niebla, ni a los fantasmas, ni a las fatigas. Los tres viajeros sonreían: el Buen Viejo, mirando a sus acompañantes; el osito, recordando los trances recién pasados; el niño, porque volvía a su casa, donde su madre lo esperaba.

Y el vehículo se detuvo de pronto. El anciano timonel explicó:

- Aquí los dejo. Entren a la casa. Sus premios los dejaré en seguida.

Penacho le estrechó la mano. No pudo decir nada porque la emoción lo embargaba totalmente. Cataplún no se atrevió a espetar un discurso que había preparado.

El niño se acercó. Abrió un poco la puerta, y miró.




Un árbol de Pascua con sólo una muñeca, la que le correspondería a su hermanita, se levantaba en medio de la habitación. A un lado rezaban la mamá, su acompañante y el anciano hortelano, que tenía la misma, o casi la misma cara del Buen Viejo. Ahora lo reconocía así el niño.

La mamá volvió el rostro y encontró a su hijo que entraba, cohibido, un poco cortado porque de repente se acordó de que no había pedido permiso para salir de viaje. Pero todo esto se olvidó cuando se echó en brazos de su mamá, que lo cubría de besos, diciéndole las dos palabras más profundas y afectuosas de todos los lenguajes de la tierra:

- ¡Hijo mío!, ¡hijo mío!

Al dejar de abrazarse, la madre y el hijo miraron con asombro cómo el árbol de Pascua se había cargado de juguetes, mientras en lo alto, en la copa verde y fina, entre dos plumas de cóndor, sonreía, clara, brillante y milagrosa, una estrella.

A lo lejos, un vivo toque de campanas cruzaba el aire, anunciando a todos los ámbitos el inmenso júbilo del mundo, porque había nacido Dios.