mayo 07, 2010

LA ENEMIGA SILENCIOSA



Avanzaba otra vez la caravana, y al subir a una cima divisaron a lo lejos un paisaje nuevo, lleno de vivos colores y curiosos reflejos.

- No estamos distantes de los dominios del Viejo de la Pascua – señaló un geniecillo.

Esto puso mayor entusiasmo en Penacho y Cataplún, que trataron de forzar la marcha.

Pero en silencio, reptando por las faldas de los cerros y las quebradas, venía subiendo la Niebla Embrujada.

Parecía que las hondonadas desaparecían bajo los montones de espeso algodón gris. Los cerros se sentían como asfixiados por las manos plomizas de la maligna enemiga de la luz.


Todos los geniecillos eran impotentes para luchar con ella. Por eso, corriendo, le indicaron al niño un refugio, mientras ellos buscaban su propio amparo.

Era una gruta de hielo, de paredes lisas y pulidas, todo hielo. Por eso le aconsejaron a Penacho antes de entrar:

- Mientras te encuentres en esta gruta no hables, no grites, no hagas ruido alguno.

Llegaba la Niebla Embrujada. Y sin detenerse en su camino, lanzó dentro de la gruta el aliento pesado de sus maleficios que formaban su fuerza armada. Y así Penacho perdió de vista a Cataplún que se encontraba a su lado. Tan espesa era la bruma.

Pero la Niebla Embrujada, como el Viento Enemigo, había sido burlada por la astucia de los pequeños amigos de nuestros héroes. Con sus mejores efectivos de batalla, de esa batalla silenciosa y terrible que ella presentaba, había seguido de largo por el filo de la montaña, porque habiendo imitado la huella de los pies del niño, los pequeños amigos la habían engañado. Y cuando quiso volver, conociendo que había hecho un equivocado camino, ya los geniecillos del aire bajaban con algunos rayos de sol en sus manos, hiriendo y rompiendo las retaguardias de la Niebla.

Dentro de la gruta de hielo esperaba Penacho la vuelta de sus amigos. No dudaba de que volverían, porque ya en tantas ocasiones le habían demostrado sus sentimientos.

De pronto, desde la nube que llenaba totalmente el ambiente interior de la gruta, una mano avanzó hasta tocar la mano derecha del niño, que tomado de sorpresa, gritó sobresaltado:

- ¡Soy yo, Penacho! – oyó que decía el osito. Y sin más trámites agregó - ¡Huyamos!

Lo reconoció el niño, y recordó también que el osito con su ojo mágico, era capaz de ver en la sombra. Dejándose llevar por él avanzó entre la bruma.

Y lo hizo muy a tiempo porque la resonancia de su grito había partido las paredes de la gruta de hielo que empezaba a resquebrajarse con un estrépito espantoso.

A la salida de la gruta ya lucía el sol sus armas triunfantes. Sus amiguitos, agrupados y temerosos, esperaban a los refugiados.

Y el niño y el oso no hicieron más que salir al aire libre, cuando se desplomó la gruta con un ruido que era para asustar al más valiente.

La Niebla Embrujada hacía gestos amargos a lo lejos. Se retorcía vencida, y pretendía alcanzar con sus manos blancuzcas los restos de la gruta, porque allí, entre sus ruinas, se debatían moribundos muchos de sus soldados, de esos soldados sin formas regulares y sin otras armas que el silencio y la actitud traidora, que ella ordena y dirige para extraviar a los caminantes en la alta montaña.

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