mayo 11, 2010

EL AMO DE LAS ALTURAS

El plan de Cataplún era atrevido en extremo.

Se trataba nada menos que de robarle al Rey de los Cóndores las dos plumas más grandes de la cola. Estas dos plumas eran toda su fuerza y todo su prestigio. Venían heredadas por familia, la familia real. No eran, por tanto, poca cosa estas plumas de la cola.

La leyenda decía que el que se atreviera a robarle estas insignias al Rey, sería el Amo.

El Amo de las Alturas, título que valía más que el título regio. Pero ningún cóndor se había atrevido jamás a hacerlo. La disciplina condorilera, por lo demás, cosa sabida: lo que mandaba el rey, nadie podía objetarlo. Una vez un cóndor tartamudo que había intentado hacer un elogio de una orden superior, fue mal interpretado, y antes que terminara de hablar le habían cortado el cogote por insolente.

Con esta lección todo el mundo condoril cuando escuchaba una orden se quedaba mudo y en disciplinado silencio iban a ejecutarla.

Aquella vez al Rey le habían contado que existía un prisionero muy divertido: un osito aventurero que saltaba en la cuerda, decía discursos y bailaba la cueca.

- Quiero ver ese prodigio – dijo Su Majestad.
- Es un prodigio – repitieron todos.

Si el Rey hubiera dicho: “Traigan esa calamidad”, todos hubieran confirmado: “Es una calamidad”. Cuando el poderoso habla ya sea entre los hombres o los pájaros, los que pretenden adularle repiten lo que le oyen.

Y entre el comandante de la guardia y el primer ministro de aquel reino, llegó Cataplún esa tarde frente a Su Majestad Rapiñón III, que sin importarle el sitio, muy sentado en su trono, se hacía reparar las garras por el “garricuro” mayor del reino, el cual, tras pasarles lija y esmeril a las reales patas, se las pintaba de oro y azul, como convenía a tan grande dignidad.

- Majestad – dijo el primer ministro – he aquí el prisionero.
- ¿Lo habéis sometido a un hábil interrogatorio? – preguntó Rapiñón III
- No, Majestad. Pero si gustáis, le cortaremos las orejas.

El pobre Cataplún se sintió perdido. Toda su serenidad y desenvoltura le abandonaban en aquel momento. Recordó el plan tan inteligentemente trazado con Penacho. Y tembló.

Pero Rapiñon III habló de nuevo:

- Ordenadle unos ejercicios

Y se le volvió el alma al cuerpo al osito.

Y antes que se lo dijeran, ya estaba demostrando lo que sabía y lo que hacía.

Dio varios saltos mortales dobles, imitó el andar de un pato, la arrogancia del hombre, la vergüenza de un colegial flojo, la picardía de un sastre y la ciencia de un charlatán.

Lo hizo todo tan bien, que Rapiñon y toda su corte se pusieron a aplaudir.

Entonces Cataplún imitó a un ebrio que trataba de levantar el sombrero caído. Se dio dos golpes contra el suelo y anduvo después en forma tan cómica, que el Rey y sus secuaces se pusieron francamente a reír.

Esto era lo que deseaba el osito. Entonces hizo el papel del corderito que bala cuando un ave carnicera se lo roba. Y esto, que conocían tan bien aquellos bellacos, les produjo un ataque colectivo de risa. Se sentaban a reír y con ambas patas se apretaban el buche, ante el incontenible efecto cómico que llegaba a marearlos.

De repente, Rapiñon III dio un graznido espantoso, seguido de un salto violento y un desmayo.

Y de tras el trono vacío salió sonriente y feliz Penacho con dos grandes plumas en la mano: las plumas del poder. Era el Amo. Y todos los cóndores doblaron la cabeza en señal de sumisión y vasallaje.

Cataplún ya no era el hazmerreír. Se colocó ante el niño, y con voz potente, ordenó:

- ¡Honores al nuevo señor!

La guardia real presentó armas. La corte entera se prosternó, y el rey vencido, rompiéndose las garras contra una piedra, suplicó:

- Ordenad, señor, todopoderoso, amo, jefe, guía, luz y destino del reino de las Alturas. ¡Ordenad!
Penacho, agitando ambas plumas al viento, indicó:

- Llevadnos donde están nuestros amigos de allá abajo.

Y pocos minutos más tarde surcaba los espacios una red extendida, sostenida por seis potentes cóndores, en la cual iban cómodamente sentados Penacho y su amigo el rescatado.

Sólo entonces el niño se dio cuenta de sus heridas en las manos y sus magullones en el rostro y los pies.

Al llegar suavemente a tierra, y mientras recibía el cordial saludo de sus pequeños amigos los geniecillos, la pérdida de sangre y las emociones sufridas le hicieron un raro efecto, ahora que estaba ya libre su amigo Cataplún.

Y el Amo de las Alturas, como cualquier niño de su edad, a su vez se desmayó.

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