Se trataba nada menos que de robarle al Rey de los Cóndores las dos plumas más grandes de la cola. Estas dos plumas eran toda su fuerza y todo su prestigio. Venían heredadas por familia, la familia real. No eran, por tanto, poca cosa estas plumas de la cola.
La leyenda decía que el que se atreviera a robarle estas insignias al Rey, sería el Amo.
El Amo de las Alturas, título que valía más que el título regio. Pero ningún cóndor se había atrevido jamás a hacerlo. La disciplina condorilera, por lo demás, cosa sabida: lo que mandaba el rey, nadie podía objetarlo. Una vez un cóndor tartamudo que había intentado hacer un elogio de una orden superior, fue mal interpretado, y antes que terminara de hablar le habían cortado el cogote por insolente.
Con esta lección todo el mundo condoril cuando escuchaba una orden se quedaba mudo y en disciplinado silencio iban a ejecutarla.
Aquella vez al Rey le habían contado que existía un prisionero muy divertido: un osito aventurero que saltaba en la cuerda, decía discursos y bailaba la cueca.
- Quiero ver ese prodigio – dijo Su Majestad.
- Es un prodigio – repitieron todos.
Si el Rey hubiera dicho: “Traigan esa calamidad”, todos hubieran confirmado: “Es una calamidad”. Cuando el poderoso habla ya sea entre los hombres o los pájaros, los que pretenden adularle repiten lo que le oyen.
Y entre el comandante de la guardia y el primer ministro de aquel reino, llegó Cataplún esa tarde frente a Su Majestad Rapiñón III, que sin importarle el sitio, muy sentado en su trono, se hacía reparar las garras por el “garricuro” mayor del reino, el cual, tras pasarles lija y esmeril a las reales patas, se las pintaba de oro y azul, como convenía a tan grande dignidad.
- Majestad – dijo el primer ministro – he aquí el prisionero.
- ¿Lo habéis sometido a un hábil interrogatorio? – preguntó Rapiñón III
- No, Majestad. Pero si gustáis, le cortaremos las orejas.
El pobre Cataplún se sintió perdido. Toda su serenidad y desenvoltura le abandonaban en aquel momento. Recordó el plan tan inteligentemente trazado con Penacho. Y tembló.
Pero Rapiñon III habló de nuevo:
- Ordenadle unos ejercicios
Y se le volvió el alma al cuerpo al osito.
Y antes que se lo dijeran, ya estaba demostrando lo que sabía y lo que hacía.
Dio varios saltos mortales dobles, imitó el andar de un pato, la arrogancia del hombre, la vergüenza de un colegial flojo, la picardía de un sastre y la ciencia de un charlatán.
Lo hizo todo tan bien, que Rapiñon y toda su corte se pusieron a aplaudir.
Entonces Cataplún imitó a un ebrio que trataba de levantar el sombrero caído. Se dio dos golpes contra el suelo y anduvo después en forma tan cómica, que el Rey y sus secuaces se pusieron francamente a reír.
Esto era lo que deseaba el osito. Entonces hizo el papel del corderito que bala cuando un ave carnicera se lo roba. Y esto, que conocían tan bien aquellos bellacos, les produjo un ataque colectivo de risa. Se sentaban a reír y con ambas patas se apretaban el buche, ante el incontenible efecto cómico que llegaba a marearlos.
De repente, Rapiñon III dio un graznido espantoso, seguido de un salto violento y un desmayo.
Y de tras el trono vacío salió sonriente y feliz Penacho con dos grandes plumas en la mano: las plumas del poder. Era el Amo. Y todos los cóndores doblaron la cabeza en señal de sumisión y vasallaje.
Cataplún ya no era el hazmerreír. Se colocó ante el niño, y con voz potente, ordenó:
- ¡Honores al nuevo señor!
La guardia real presentó armas. La corte entera se prosternó, y el rey vencido, rompiéndose las garras contra una piedra, suplicó:
- Ordenad, señor, todopoderoso, amo, jefe, guía, luz y destino del reino de las Alturas. ¡Ordenad!
- Llevadnos donde están nuestros amigos de allá abajo.
Y pocos minutos más tarde surcaba los espacios una red extendida, sostenida por seis potentes cóndores, en la cual iban cómodamente sentados Penacho y su amigo el rescatado.
Sólo entonces el niño se dio cuenta de sus heridas en las manos y sus magullones en el rostro y los pies.
Al llegar suavemente a tierra, y mientras recibía el cordial saludo de sus pequeños amigos los geniecillos, la pérdida de sangre y las emociones sufridas le hicieron un raro efecto, ahora que estaba ya libre su amigo Cataplún.
Y el Amo de las Alturas, como cualquier niño de su edad, a su vez se desmayó.
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