mayo 07, 2010

EL REGRESO

Ya la noche había entrado a los dominios que visitaban. Entonces, por indicación del dueño de casa, subieron a una cumbre cercana.

Allí, con un anteojo de gran potencia, miró primero el Buen Viejo y después se lo pasó a Penacho. Cataplún, poseedor de un ojo mágico, no tenía necesidad de anteojos de larga vista.


Una gran impresión se apoderó del niño. Con el lente se miraban todos los sueños infantiles, tomaban forma todos los deseos de los niños expresados en sus sueños. Y allí miró Penacho cómo las niñas soñaban con sus muñecas, y algunos chicos deseaban libros, y otros, durmiendo en lecho s muy duraos, no podían soñar cosas bellas, porque aun durmiendo, sentían la mordedura de la pena y el hambre.

Penacho tenía el corazón apretado. No se había dado cuenta de que existían en el mundo niños pobres y haciéndose la promesa formal de buscarlos para ser amigos de ellos, hizo girar otro poco el anteojo prodigioso.

Y entonces vio a su madre y a su hermanita buscándole, gritando hacia las quebradas próximas a su casa, con la esperanza de que él respondiera. Su padre no había llegado todavía a pasar su fin de semana con ellas. Y por eso la mamá tenía más angustia ante lo sucedido.

El niño sintió que le dolía el corazón y espontáneamente dijo:

- Mamá, aquí estoy.

No se había fijado que su mamá no podía oírle, porque estaba a mucha distancia de ella. Pero vio por el anteojo mágico que su madre detenía el llanto cuando él habló. Una sonrisa esperanzada iluminó su rostro. Es que la palabra del hijo, por lejos que esté, siempre sabrá llegar al corazón de una madre. Y esta vez ella presintió que su hijo la llamaba.

Al dejar de mirar, el Buen Viejo le golpeó afectuosamente la espalda:

- Penacho, prepárate para volver.

El viejo tenía ya con él una gran carga de juguetes. Y un coche sin ruedas, un coche puesto sobre patines de cuchilla, esperaba la orden de partir.

El niño y el osito se sentaron en los primeros lugares. Atrás, manejando un timón, se sentó el Viejo, arreglando la carga maravillosa: juguetes, juguetes y juguetes.

Una música dulce sonó junto al grupo y un coro de voces delicadas y fraternales cantó en honor de los viajeros:


¡Adiós muchacho; adiós amigos!
Amad la vida, la luz cordial.
Y vuestro paso sea el camino
De la bondad.


Eran los geniecillos despidiendo a sus compañeros de aventuras: eran los generosos hermanos de las montañas, que enseñaron a Penacho tantas cosas bellas y útiles.

Partió el coche. Un viento suave parecía empujarlo de cumbre en cumbre. Volaba a veces, y una estrella, la misma estrella que en otro tiempo mostró la senda gloriosa a los reyes magos y pastores, señalaba con sus rayos celestes la ruta de los admirables viajeros de la montaña andina.
Los paisajes iluminados por la estrella y la luna creciente, la luna de los dos cachitos para arriba, pasaban bajo la huella del coche con suma rapidez. Ya no había que temer a los pumas, ni a los precipicios, ni alas malas pasiones, ni a las aves de rapiña, ni al viento, ni a la niebla, ni a los fantasmas, ni a las fatigas. Los tres viajeros sonreían: el Buen Viejo, mirando a sus acompañantes; el osito, recordando los trances recién pasados; el niño, porque volvía a su casa, donde su madre lo esperaba.

Y el vehículo se detuvo de pronto. El anciano timonel explicó:

- Aquí los dejo. Entren a la casa. Sus premios los dejaré en seguida.

Penacho le estrechó la mano. No pudo decir nada porque la emoción lo embargaba totalmente. Cataplún no se atrevió a espetar un discurso que había preparado.

El niño se acercó. Abrió un poco la puerta, y miró.




Un árbol de Pascua con sólo una muñeca, la que le correspondería a su hermanita, se levantaba en medio de la habitación. A un lado rezaban la mamá, su acompañante y el anciano hortelano, que tenía la misma, o casi la misma cara del Buen Viejo. Ahora lo reconocía así el niño.

La mamá volvió el rostro y encontró a su hijo que entraba, cohibido, un poco cortado porque de repente se acordó de que no había pedido permiso para salir de viaje. Pero todo esto se olvidó cuando se echó en brazos de su mamá, que lo cubría de besos, diciéndole las dos palabras más profundas y afectuosas de todos los lenguajes de la tierra:

- ¡Hijo mío!, ¡hijo mío!

Al dejar de abrazarse, la madre y el hijo miraron con asombro cómo el árbol de Pascua se había cargado de juguetes, mientras en lo alto, en la copa verde y fina, entre dos plumas de cóndor, sonreía, clara, brillante y milagrosa, una estrella.

A lo lejos, un vivo toque de campanas cruzaba el aire, anunciando a todos los ámbitos el inmenso júbilo del mundo, porque había nacido Dios.

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