mayo 07, 2010

EN LOS DOMINIOS DEL VIEJO DE LA PASCUA

Por fin estaban en los dominios del Viejo de la Pascua. Eran estos dominios un valle no muy grande, pero hermoso, y unas galerías labradas en la roca viva de la montaña.

En el valle crecían los pinos de pascua y en los espejos de agua navegaba la escuadra más numerosa del mundo. Barcos de juguetes de todas clases y dimensiones se entrenaban en aquellas aguas, antes de ponerse en camino para llegar a las manos de todos los niños de Chile. Cisnes y patitos de celuloide conversaban con peces de colores y caballitos de mar, mientras varios Neptunos esperaban en la orilla la hora de echar a correr sus carros veloces entre unas olas imaginarias. Marineros y pescadores atisbaban el cielo buscando una tempestad que no llegaba y fumando unas pipas de madera azul que no conocían el tabaco.

En el bosque de pinos pascuales, los pájaros de pecho rojo discutían con las blancas cigüeñas extranjeras, mientras unos chivitos de hule seguían a la cabra mamá por entre unas piedras de cartón. Un pastorcillo de pies desnudos y revuelto pelo tocaba aires alegres en una flauta de caña, tras él la mula y el buey de la dulce tradición cristiana se dirigían mansamente al pesebre, guiados en pleno día por la estrella mágica, para que esperaran esa noche al divino viajero.

Penacho y Cataplún miraban aquello con asombrados ojos. El Viejo de la Pascua les guiaba con afectuosidad. El pequeño y gran mundo de juguetes estaba allí, vivo, elocuente, cierto. Ya lo habían dicho el cuidador hortelano de la casa cordillerana: tras esos montes estaba el mundo que se regía por las manos cordiales del abuelo de todos los niños chilenos.

Los dos amigos, inseparables en la buena y la mala fortuna, sentían sus corazones llenos de júbilo. El gran secreto estaba descubierto. Era la primera vez que un niño llegaba al dominio del Buen Viejo. Y todos los momentos de terror y angustia sufridos en el camino quedaban olvidados de pronto, totalmente olvidados ate la alegría de estar allí.

En un pedazo de terreno, como una elipse, había un millón de soldaditos de plomo haciendo ejercicios. Penacho y Cataplún miraban curiosamente cómo desfilaban los regimientos ante la bandera y el generalísimo. Los comandantes y los capitanes, bizarros, enhiestos, en sus caballos de finas patas de metal, hacían brillar al sol de diciembre con sus espadas, no más grandes que una aguja. De pronto oscureció el cielo un enjambre de aviones enemigos, que arrojaban sobre las fuerzas de tierra cientos de bombas de chocolate, que habían un daño enorme, porque los soldados se las consumían en tal forma, que pronto hubo regimientos enteros fuera de combate por estar enfermos de comer tanta golosina, lo que en otras palabras significaba una nueva manera de hacer la guerra.

Lo más divertido era la zona de los porfiados, o sea las figuras que siempre están de pie. A esta zona había entrado un rey en son de conquista y pretendía este rey que sus nuevos súbditos lo saludaran quedando un largo rato con la cabeza inclinada. Como viera que nadie lo hacía, ordenó a sus guardias exigir este gesto de sumisión. Y los guardias cargaron contra los porfiados lanzas en mano. De un lanzazo los tendían en el suelo, pero de inmediato los porfiados se paraban como si nada hubiera ocurrido. Hasta que los atacantes se fatigaron y el rey se dio por vencido ante tanta porfía.

Todo esto era al aire libre, en el valle.

En las galerías talladas en la roca, el Buen Viejo, mostró a sus visitantes lo que allí se hacía.

Las galerías tenían comunicación interna con el fuego de los volcanes y el surtidor de las vertientes. Los geniecillos trabajaban allí con grandes bríos en la fabricación de nuevos juguetes, los que irían a acompañar a los que ya estaban listos al aire libre, esperando su turno de partir a sus destinos en la noche de Pascua.

Bellísimas esferitas de cristal en colores, lindos instrumentos musicales, mecanismos, resortes y sorpresas de todo género, salían de las manos laboriosas se los ayudantes del animoso e incansable anciano.

Y aún no habían visto el país de las muñecas.

Al cruzar una ancha puerta, Penacho y Cataplún se encontraron de repente con una sala grande, magníficamente decorada. Era el reino de las muñecas. Una de ellas, muy rubia y rosada, les invitó a pasar.

En alfombras mullidas y elegantes, conversando de cosas que sólo ellas entendían, había muñecas que representaban princesas, reinas orientales, gitanas, bailarinas, holandesas de altos zuecos de madera y albo delantal, chinitas de ojos lánguidos y suaves que lucían vestidos de seda y abanicos curiosos y, en medio de todas ellas, unas doncellas esquimales asomaban sus rostros redondos bajo los gorros de piel.

Cuando se encontraron con las esquimales, Cataplún llevó aparte a Penacho para decirle:

- Te confieso que esas damas me dan miedo.

Penacho, recordando las aventuras corridas, la valentía y actividad de su compañero demostradas en tantos casos, quedó extrañado y manifestó que deseaba una aclaración, a lo que Cataplún respondió:

- En el abrigo de esas damas estoy reconociendo la piel de un tío. Y pienso que a lo mejor, si me descuido, voy a terminar en lo mismo. Y no me hace gracia.

El Buen Viejo se rió de buenas ganas al oír al osito, y dándole la razón, no siguieron visitando el reino de las muñecas, a pesar de que éstas se preparaban para ofrecerles un acto de variedades. Penacho se excusó cortésmente y salieron.

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