mayo 11, 2010

EL TESORO DE LOS CURACAS

La expedición continuaba su camino. Aquella mañana un hermoso sol disipaba las nubes y el cielo se mostraba azul y luminoso.

De pronto, otro cerro, otra cumbre curiosa, apareció ante los ojos de los caminantes. Muy alto, parecía un altar de piedra desafiando los cielos: sus paredes, lisas desde mucha distancia antes de su cima, no ofrecían la menor ventaja para quien quisiera ascender a él.

Pero Cataplún, dueño del ojo mágico, le habló al niño:

- Oye, allá arriba hay algo interesante. Me gustaría saber qué es.

No terminaba de hablar el osito, cuando ya un geniecillo explicaba:

- Este es llamado el Cerro del Plomo, por el color de la piedra de su cima. Hace muchos años, cientos de años, los incas dominaban enormes extensiones de territorio. Los jefes de determinados grupos de indígenas eran llamados curacas, así como los araucanos del sur les llamaban caciques o toquis. Cierta vez, unos cuantos curacas se rebelaron contra el emperador, su señor, el cual, enojado, envió a sus hombres más leales a poner orden e imponer su prestigio y disciplina. Lucharon los ejércitos del emperador o hijo del sol, como se hacía llamar cada uno de estos poderoso, contra las huestes levantiscas de los curacas rebeldes. Tras sostenidas luchas de hombre a hombre, vencieron los imperialistas. De los revolucionarios quedaban muy pocos vivos. De entre ellos se salvaron tres curacas que lograron juntar los mejores tesoros que encontraron en sus tierras: vasos de oro, estatuillas de plata, atributos del poder labrados en metales preciosos. Todo esto lo reunieron huyendo con ellos. Un camino secreto que existía entonces los llevó a la cumbre e este cerro donde creyeron poder salvarse mientras buscaban otros destinos.

“Pero tembló la tierra esa noche. Grandes ríos hundieron sus caudales entre las grietas de la misma cordillera, dejando secos para siempre sus cauces que los llevaban al mar. Otros lagos se volcaron sobre los valles arrasando caseríos y ganados. Se despeñaron montañas enteras y e en el Cerro del Plomo desapareció el camino que iba hacia la cumbre.

“Los curacas quedaron helados junto a sus tesoros. Y la tradición escrita en el hielo de la cima y comentada por el viento que apacenta las nubes del verano, dice que volverán a la vida si una mano de niño golpea en sus pechos para despertar sus corazones inmóviles.”

Penacho se había quedado pensativo, pero Cataplún, que era entusiasta y de recursos inmediatos, se puso a mover las plumas. A los pocos minutos una bandada de cóndores bajaba a recibir órdenes.

- Queremos ir a la cumbre – manifestó el osito.

Fue extendida la res. Subieron en ella el niño, el oso y dos geniecillos del aire. Los demás quedaron esperando.

Rápidamente hacían el viaje, cuando divisaron a lo lejos una nube turbia que se movía en forma de remolino y avanzaba furiosamente hacía los viajeros. Era el Viento Enemigo que pretendía nuevamente apoderarse de Penacho.

Pero los cóndores, advertidos por su fino instinto, dieron más fuerza y velocidad a sus alas. Los viajeros llegaron así a la cumbre y tuvieron tiempo de refugiarse en una pequeña caverna. El Viento Enemigo pasó bramando sobre ellos, sin hacerles nada.

Salieron enseguida guiados por los geniecillos. En verdad, los tesoros incaicos hacían doler los ojos de tanto brillar al sol. Oro ardiente, plata nativa, piedras preciosas en desordenado montón esperaban allí hacía cientos de años.

Y tras una piedra, como riendo, porque los que mueren de frío tienen ese gesto, los tres indígenas estaban rígidos, pero enteros, con el rostro pegado a las rodillas y los brazos ciñendo las piernas, en un desesperado esfuerzo por mantener el calor de sus cuerpos. El hielo de la altura los había preservado, y como estaban ocultos, las aves de rapiña no los habían sorprendido.

- Tienes que tocarles el pecho – dijeron los geniecillos al niño.

- No se puede – dijo Penacho – en esta posición en que están. Les tocaré la espalda a la altura del corazón.

- Quizás no sea lo mismo…

Pero el niño, recordando una oración enseñada por su madre, golpeó a cada uno con su mano abierta en las espaldas.

Lentamente abrieron los ojos los curacas, extendieron los brazos, levantaron las cabezas y, por fin, se movieron completamente hasta ponerse de pie.

- Soñábamos con esto – dijo uno de ellos – Gracias, pequeño señor, somos tus vasallos.

Y los tres se arrodillaron ante el niño e inclinaron sus rostros hasta besar el suelo.

Penacho les ordenó levantarse, explicando sencillamente:

- Dios lo ha querido.

- Todos estos tesoros son tuyos, señor – dijo el que parecía de mayor importancia jerárquica de los tres.

Pero Cataplún, instruido por los geniecillos, les dirigió a su vez la palabra:

- El oro es el motivo de todos los males de la tierra. Por poseer el oro que da el poder, los hombres se matan, son desleales, lanzan sus ejércitos unos contra otros. Por poseer el oro se enseñorean en el mundo todas las miserias.

Y Penacho concluyó:

- No quiero estas riquezas. Son de ustedes si las desean.


En los ojos de los hombres resucitados brilló la codicia. Y tomando los mantos que habían contenido los tesoros, silenciosamente, recogieron los vasos y las joyas, y nuevamente las envolvieron, cargándolas sobre sus espaldas.

Bajaron por el mismo camino aéreo. Los cóndores, terminada su labor, saludaron y se fueron. Los geniecillos ordenaron otra vez la marcha. Tras ellos prefirieron caminar los curacas.

Altos, de rostro bronceado, vestidos de cortas túnicas bordadas en oro, con la cabeza cubierta por un gorro finamente tejido, y en los pies llevando sandalias de cuero muy bien labradas, los tres indígenas no hablaban, pero ya se habían puesto de acuerdo con la mirada.

Y en un recodo del camino se quedaron definitivamente atrás. Cuando Penacho y sus acompañantes los buscaron, uno de ellos, el más fuerte, los amenazaba con una flecha lista para disparar y herir.

El niño y los suyos comprendieron, y sin decir una sola palabra, siguieron su camino. Los tres ingratos volvieron rápidamente sobre sus pasos. Marchaban de prisa, a pesar de que iban cargados por sus tesoros. Y cuesta abajo se pusieron a trotar con paso firme, seguro.

Pero de repente una grieta escondida bajo un falso puente de nieve se los tragó. Se oyeron unos ayes de dolor y arrepentimiento. Luego un silencio total los cubrió para siempre con sus tesoros y sus malos deseos. Esta vez no volverían a salir.

- Yo te lo advertí, Penacho – dijo un geniecillo – que debiste golpearles el pecho y no la espalda. Por eso se desviaron los buenos deseos.

- El oro no da la felicidad – exclamó otra voz.

Y esta fue la oración funeraria de los tres codiciosos.

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