mayo 11, 2010

UN FANTASMA SORPRENDIDO

Del largo paseo a través del bosque petrificado, los geniecillos de las minas llevaron al niño y a Cataplún por otros caminos interiores de la montaña.

Y así llegaron al fondo de una mina de plata, cuyas labores los hombres habían suspendido hacía algún tiempo, porque la veta se escondía un trecho entre los repliegues rocosos del cerro y ellos no habían sido capaces de encontrarla con poco esfuerzo más.

Estaban a muchos metros bajo la superficie de la tierra. La luz del día no alcanzaba a ellos. Pero al contracto de los dominadores de estos espacios, los geniecillos, una luz fosforescente hacía notar cada detalle de las galerías de la mina. Además, los ojos del niños ya se habían acostumbrado a este ambiente, y perfectamente veía Penacho lo que le rodeaba.

De pronto, un alarido terrible cruzó el aire. Era como un grito humano, agudo y desconcertante.

Pero Cataplún advirtió al niño:

- No tengas cuidado. No demuestres miedo, y eso sólo bastará. Ya me lo habían prevenido.

En eso desde el fondo de la galería subterránea se levantó una figura terrorífica a la que acompañaba un ruido de quebrazón de piedras y arrastre de cadenas. Era un fantasma con vestidos negros, con el rostro de una mujer espantosamente fea y unas manos que se alargaban amenazadoras y crueles. Con voz ronca, expresó:

- ¡Morirás, hombrecito, por atreverte a pisar mis dominios! ¡Morirás!

Penacho, cuyas aventuras anteriores le habían servido de lección, permaneció quieto y firme sin hacerle caso ni demostrar que le asustaba.

El fantasma repitió:

- ¡Morirás, hombrecito!

El niño respondió:

- Está usted loca, distinguida señora.
- ¿Loca yo? – chilló la fantasmal figura.
- Sí, señora. Usted es La Lola y sólo puede asustar a los borrachos o a los enfermos.

La Lola, que es como llaman los mineros supersticiosos a esta figura que se pasea por todas las minas de Chile, se sintió desorientada, y como no supo responder al niño, empezó a hacer sonar sus dientes y lanzar rayos de ira por los ojos.

Pero Penacho se echó a reír. Esto ya era demasiado para La Lola, y tomando impulso, lo mismo que los felinos cuando van a cazar, amenazó con lanzarse sobre el niño.

En esta actitud estaba cuando lanzó un alarido más agudo que el primer, y tomándose un pie empezó a quejarse y a bailar de dolor sobre el otro pie.

Y no se reponía el fantasma de su sorpresa, cuando el pito de Penacho llenó los ámbitos con su silbido estridente. Era el colmo para La Lola, que, sorprendida de repente por este ruido mucho más penetrante que cualquiera de sus gritos, se lanzó de cabeza por una abertura de las rocas, huyendo de la mina aquélla, donde tan mal la recibían y encima se burlaban de ella.

Al desaparecer en esa forma se vio tras el sitio donde ella se encontraba a nuestro amigo Cataplún, el cual explicó su parte en los hechos ocurridos:

- Cuando amenazaba con lanzarse sobre ti, yo me fui calladito por detrás y le mordí un talón a la vieja. ¡Por eso es que se había puesto a bailar en una pata!

¡Quién lo hubiera creído! ¡Este Cataplún, tan vivo y tan servicial, era capaz hasta de morderle las piernas a un fantasma!

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