mayo 11, 2010

EL RESCATE DE CATAPLÚN

Pasaron unos cuantos minutos antes que nadie se moviera. Los geniecillos respetaban el sincero dolor de Penacho y esperaban que pasara la primera impresión.

Cuando el niño se sintió ligeramente repuesto, uno de sus amiguitos que formaban en la legión del aire se adelantó para decirle:

- No todo está perdido. Ya sabemos dónde se encuentra tu secretario. Pero para salvarlo es necesario que seas valiente.

Y Penacho, emocionado por lo que escuchaba, y por el deseo de salvar a su amigo, respondió:

- Soy Chileno

- Basta, comprendemos – Gritaron todos entusiasmados.

- En marcha – Dijo uno

- ¡Adelante! – Insistió el niño

Se secó las lágrimas y aspiró a todo pulmón el aire de la montaña, sintiéndose reconfortado en el cuerpo y en el alma.

Ya no había caminos. Todo o casi todo lo cubría la nieve. La formación de los geniecillos se arregló de nuevo guiando y cerrando la marcha.

Y anduvieron y anduvieron.

Hubo que bajar profundas quebradas, en cuyo fondo se tropezaba con los huesos de otros seres que allí habían rendido su vida. Varias veces Penacho tuvo que saltar oscuras grietas, angostas pero terribles en su hondor, grietas que parecían moverse caprichosamente. Y los pies del niño sangraban, y las manos del niño también lloraban sangre por distintas heridas hechas por los filos de las rocas que habían tenido que ascender, cuando llegaron a la base de un alto cerro, el cerro más alto que viera el niño hasta entonces.

La cumbre de este cerro estaba permanentemente rodeada de una corona de nubes, y no había camino para subirlo. Allí arriba se encontraba prisionero Cataplún.

El chico supo que tenía que subirlo solo.

Los geniecillos no podían ayudarle con sus fuerzas en la ruda ascensión.

Pero podían ayudarle con su astucia.

Y fue así como Penacho, llevando en un bolsillo su inseparable pito y en otro una bolita de barro que le dieron los geniecillos de los volcanes, emprendió la subida.

Sus pies y sus manos estaban cubiertos de desholladuras y heridas, pero el ánimo estaba entero en él y lo estimulaba el deseo ferviente de salvar a su amigo.

Aquél era el Cerro de los Cóndores. En él habitaban los más fieros representantes de estos carniceros del aire. Y se decía que el Rey de los cóndores tenía allí su trono, en la roca más alta de la cima.

Pero Penacho era chileno y era leal con sus amigos.

No le importaba su suerte. Le interesaba demostrarle a Cataplún que sabía corresponder sus servicios y su corazón conocía lo que la mayor parte de los hombres desconocen: la gratitud.

Decidido a triunfar, el niño comenzó la subida, pero a los primeros pasos resbaló y se golpeó la frente, donde le salió un chichón como una nuez. Y este golpe, en vez de acobardarle, le hizo más emprendedor.

La ascensión era lenta, dolorosa, parecía inacabable.

Nuevas desgarraduras en las manos y erosiones en las piernas trataban de molestarle. Pero Penacho tenía un propósito y quería cumplirlo.

Una vez que miró hacia abajo casi le da un mareo. Se afirmó en las salientes de la roca, tanteó con los pies una arruga de las piedras y, haciendo un esfuerzo grande, logró pasar y sentarse a descansar un poco.

Pero en esto se dio cuenta de que un cóndor negro y feroz volaba allí cerca. Quizás lo había visto ¿Cómo salvarse?

Al tocarse un bolsillo se acordó del encargo de los geniecillos de los volcanes y sacó de inmediato la bola de barro. Rápidamente se la pasó por todo el cuerpo y acurrucándose al lado del muro de piedra, observó con los ojos entrecerrados el efecto.

El cóndor le había visto desde arriba, pero al acercarse no pudo encontrar al niño. Todo lo que el cóndor veía era piedra y más piedra. El pájaro se restregó los ojos con una pata, bastante desorientado y molesto; luego, como era un cóndor con gustos modernos, sacó de debajo de un ala unos anteojos verdes y siguió mirando y buscando, hasta que se cansó, se aburrió y se fue.


Penacho, gracias a la bolita de barro, se había mimetizado con las piedras y por eso el pájaro terrible se había engañado.

Cuando se fue, el niño retornó a su viaje.

Muchas horas llevaba ascendiendo, hasta que de repente se dio cuenta de que estaba por llegar. Unos pequeños cóndores ensayaban el vuelo desde la cima hasta unas piedras inmediatamente más bajas.

Eran tres los pájaros que aprendían a volar. Nuevamente penacho se quedó quieto hasta identificarse con una piedra.

Y allí oyó el comentario de los rapaces:

- Mi tío no sabe qué hacer con el oso que apresó esta mañana. No sirve para comérselo, porque es puro aserrín.
- Y por eso debe ser tan bueno para decir discursos. Quería convencer a mi papá – dijo otro cóndor, de que venía con el chiquillo en misión de buena voluntad.
- Yo sé – comentó el tercero – que lo dejarán para cuidar los nidos y entretener a los bebés. Que sirva para algo.

Penacho casi se traiciona de alegría. Su amigo estaba vivo y no lo matarían. Había, entonces, grandes probabilidades de éxito.

Los condorcillos se fueron. Y ya en pocos movimientos más, el explorador llegaba a la cima del cerro.

Cautelosamente empezó a moverse tendido en tierra.

Hizo bien, porque un pájaro que llevaba insignias de comandante de la guardia real, pasó muy cerca de él, haciendo una visita de inspección reglamentaria. Las afiladas garras de este rapaz estuvieron muy cerca de la cabeza del niño, que se llevó una tremenda impresión.

Avanzó el explorador hasta acercarse a un corredor de rocas rojas que había a su derecha. Allí se levantó y alzando la vista por unos orificios naturales, vio a su querido Cataplún haciendo piruetas delante de unos nidos, donde otros condorcillos se reían aplaudiendo los gestos del osito.

Cataplún tenía sólo un ojo, pero como era de vidrio, vio reflejado en él un puntito blanco que era la cara de Penacho.

Entonces usó de una argucia. Hizo varios saltos mortales y fingiendo luego un gran cansancio, pidió permiso para retirarse un momento a descasar, a lo que los pájaros accedieron, esperando que más tarde lo harían trabajar dos veces más.

Cuando Cataplún cayó en brazos de Penacho, éste lloraba de alegría. ¡Otra vez juntos! Pero el osito, poniéndose serio, le hizo un signo negativo con la cabeza.


- No Penacho, todavía no. Quiero que tú seas el Amo de las Alturas, más que el Rey de ellos. Y para llevar a efecto esta hazaña es necesario que nos separemos otra vez.



En seguida, en voz baja, expuso su plan al niño. Y este, entusiasmado y valiente, le pasó la mano.

- Convenido
- De acuerdo – Dijo Cataplún. Y dando un gracioso salto, fue a hacerles travesuras a los cóndores grandes y chicos que lo estaban esperando en el patio del palacio real.

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